lunes, 7 de diciembre de 2009

Salvo las dictaduras, no hay gobierno más carente de justicia que el del fútbol

Y si me apuran, es peor que una dictadura, porque una dictadura es un gobierno ilegítimo, en cambio la FIFA y todas sus afiliadas obligadas a cumplir sus normas, se supone que son órganos legales de gobierno. Francia se clasifica al mundial con un gol hecho con la mano, el que lo hace lo reconoce, el árbitro lo reconoce, la TV y las fotos muestran la invalidez del gol desde todos los ángulos posibles y sin embargo, Francia va a jugar el mundial e Irlanda no. ¿Puede seguir la FIFA amparándose en reglas anacrónicas basadas en la falibilidad del árbitro como parte del azar del juego? Está bien, convengamos que el fútbol es un juego, un entretenimiento (¿es sólo un juego, un entretenimiento?, tal vez porque hoy día ha dejado de serlo es que escribo esto), pero de todas formas, fundado en una anti ley (LEY: del latin “lex” gen. “legis”, compárese con el it. “legge”, fr. “loi” y deriva del verbo lat. “ligare” – “ligar, unir, obligar”, sentido figurativo de “unir una persona a un deber o responsabilidad”) suceden episodios que equivalen por ejemplo, a que un tipo vaya a la puerta del banco, espere la salida de un jubilado, delante de un policía le robe su sueldo, vuelva a su casa lo más campante y a la noche, mientras el jubilado llora su impotencia, el ladrón (que según la ley FIFA no sería un ladrón), se gasta la plata robada (que según la ley FIFA sería plata ganada) en champagne y putas. En nuestro fútbol vernáculo un árbitro (el juez, el encargado de impartir justicia, de administrar la ley) se porta —amparado en su investidura— como un patoterito de barrio y provoca hasta sacar de sus casillas a medio cuadro de Colón, causando que en ese estado no solamente Colón pierda el partido, sino que consuma su desaguisado expulsando a cinco jugadores. A la fecha siguiente Colón presenta un equipo remendado y golpeado de injusticia. Naturalmente pierde. El árbitro en cambio, pese a que desde todas las voces fue signado como culpable de la situación, es “premiado” por la AFA designándolo para dirigir un partido y cobra su dinero. Acá la circunstancia es aún más grave que lo de Francia-Irlanda, ya que lo del árbitro no fue un error sino una agresión consciente y decidida. No hay esperanza para que la cosa no siga así. Porque los únicos en condiciones de cambiarlo son los protagonistas de lo que quede de este ya lamentable espectáculo. Y los protagonistas eventualmente favorecidos, se guardan muy bien de tomar partido o intentar movilizar acciones en defensa del perjudicado, sin que se le cruce por la cabeza que a la semana siguiente nomás les puede tocar a ellos. Como bien lo comprobó Peratta, el arquero de NOB ayer contra Arsenal, tan contento estaba él la semana pasada gracias a lo que el árbitro ayudó para que NOB le ganara a Colón.

lunes, 2 de noviembre de 2009

El campito (Juan Incardona)

La primera cosa para decir es que la mayor parte de la novela la leí alejado de las polémicas que hace unas semanas anduvieron dando vuelta por facebook y varios blogs, esa cuestión de los que se forzarían a escribir desde un “neoperonismo”, así que por suerte no tuve esas polémicas dándome vueltas durante la lectura. Recién ahora me regresan, a cuento del Glosario con el que Juan cierra el libro, porque revisándolo uno ve que todo refiere a formas del peronismo de los tiempos de los dos primeros gobiernos de Perón, de la Revolución y de la década del 70, una estructura de personajes, episodios y lugares sobre los que se monta una ficción muy imaginativa, y llegado a esa primera y saludable calificación literaria, no me importa descubrir si hay o no escritura desde el neoperonismo.Después me vienen cosas que seguramente sesgan la opinión, pero como total yo no subo esto con pretensión de crítica especializada, tampoco me importa; entre esas cosas está el recuerdo de cuando Juan leyó en el “Taller Sin Coordinador” —una experiencia muy linda en la que tuve la suerte de estar— un borrador del primer capítulo de “El campito” (Carlitos el ciruja y su historia del gato montés); también me acuerdo de una vez en la que volviendo del bar en que nos reuníamos, Juan me contó —y ya ahí me dieron ganas de leer “El campito”— de Riachuelito (un bagre que se hace gigante por culpa de la contaminación del Matanza) y El Esperpento (un Frankestein que armó la oligarquía con cadáveres y al que le puso las manos de Perón, con lo cual su gesto más amenazante era su tradicional saludo). Y finalmente, trabajé varios años para la cuenca del Matanza-Riachuelo y mucho he caminado los espacios en los que transcurre la novela, así que fue un placer que aún con los escenarios ficcionales (el Río de Fuego y los Campos Galvanoplásticos por ejemplo) me resultara todo tan familiar y que incluso pudiera seguir “La batalla del Mercado Central”, el último capítulo, casi sin necesidad de apelar al planito que incluye el libro (muy buena idea esa).A propósito del último capítulo, fue en la única parte donde la novela se me hizo más trabada, mucha acción, muchos personajes y necesidad de mucha descripción, que hicieron difícil leer al ritmo del vértigo que se intenta transmitir; no obstante, sobre las últimas veinte páginas más o menos Juan se enciende (desde Carlitos derramado de amor por Candela y El Cantor dominando a El Esperpento con su canto) y la novela termina altísimo. El resto de los capítulos “pasan como piña” enteros, una catarata de personajes, animales, hechos y lugares fantásticos instalados en La Matanza, baste nomás mencionar así no les cuento toda la novela, la aparición de los siete de Saavedra de Adán Buenosayres, el basural embalsamado, los pájaros zorrinos o las piedritas maldicientes, que putean cuando se las pisa.Para mis amigos que no han leído nada de Incardona, les paso un link donde van a encontrar el cuento de Juan que a mí más me gusta, así tienen una muestrita: www.elinterpretador.net/24JuanDiegoIncardona-VillaCelina-8-ElCanonDePachelbelOLaChinelaDeDonJuan.htm

jueves, 15 de octubre de 2009

Zapatos negros bien lustrados (respondiendo a las demandas de mi público sub-70)

A las seis y pico de la tarde había subido al subte en Catedral, un gentío impresionante, viajaba sentado gracias a mi notable habilidad para hacerme lugar entre la turba. Los zapatos subieron por la puerta frente a mi asiento en 9 de Julio. De tanto brillo encandilaban. El vagón se llenó de gente, había tanta y tan amontonada, que me era imposible identificar al dueño, apenas podía ver unas botamangas verde musgo cayendo, con elegancia, sobre las relucientes capelladas. No quise pararme para verle la cara al de los zapatos, porque lo más probable es que hubiera perdido el asiento inútilmente: tener a la vista un mar de cabezas no garantizaba asociar alguna con los zapatos negros bien lustrados. A su alrededor, los demás calzados eran una lágrima, y eso que había montones de zapatillas, botas y zapatos de marca, mucho Nike, Prada y Guido, pero nada comparable con el brillo de zapato en la vidriera, de charol, de espejo bruñido, que irradiaban aquellas maravillas subidas en 9 de Julio. Eran abotinados, acordonados con moños impecables; por encima de lenguas que cubrían todo el empeine, las puntas de los cordones parecían titilar como cuatro diamantitos; hacia las punteras el brillo se acentuaba, aunque los talones, e inclusive el borde superior de los tacos, también irradiaban un reflejo magnífico. Daban envidia. Me miré los pies y me prometí gastar tres pesos con el primer lustrabotas que se me cruzara, pero bien sabía que aunque el hombre hiciera su más esmerado trabajo, mis zapatos no podrían estar al lado de aquellos sin sentir vergüenza. Cuando vi que al izquierdo lo rozaba un mocasín marrón y polvoriento, admito haber sentido algo de satisfacción, de modo que llegando a Facultad de Medicina, albergué la esperanza de que se bajaran muchos estudiantes y pudiera encontrarme cara a cara con la decepción que la mácula había causado en el dueño de aquel par de portentos. No se bajó casi nadie y mi desilusión fue mayúscula, aunque enseguida fue compensada en Pueyrredón, porque la aguja de un taco buscando la salida se incrustó de lleno en la punta del zapato negro bien lustrado derecho, y estuve convencido que el violento retroceso del pie que lo llevaba, no obedeció a dolor físico alguno sino a dolor espiritual. Y ahí, precisamente en ese instante, no tuve dudas de que el hombre equilibraba alguna carencia con tan inusual lustre del calzado, muy probablemente el decaimiento de su potencia viril, como si sus dos zapatos negros bien lustrados fueran a compensar testículos venidos a menos.
No me bajé en Bulnes, que era adonde yo iba, porque todavía el vagón no se había vaciado lo suficiente para verle la cara de infeliz al impotente, aguanté hasta Ministro Carranza, donde el boludo encima se sentó, a pasarse un pañuelito de papel por sus zapatos. No era tan viejo como para que las erecciones lo hubieran abandonado, muy por el contrario se trataba de un muchacho de no más de treinta años, morocho y bastante musculoso, aunque en esos casos nunca se sabe, quizás un accidente de chico había sido causa de su incompetencia sexual. Para asegurarme de que el tipo entendiera perfectamente cuántos pares son tres botines, me ubiqué tras él en la escalera mecánica de Olleros, estación donde al fin el imbécil se bajó a rumiar su soledad de impedido, y haciéndome el apurado me le crucé adelante hundiendo la suela de mis zapatos roñosos en sus pomposos sustitutos de atributos varoniles, un pisotón de padre y señor nuestro que le dejó mi huella bien marcada. Tuve entonces plena confirmación de que mis conjeturas debían ser acertadas, pues una vez que el tipo se encontró en la calle, vi con enorme placer cómo esta vez sacaba un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y…¡ensuciaba un pañuelo de seda para limpiarse mi pisotón!
Pero en simultáneo puse en duda mi diagnóstico primitivo: ¿qué hace un tipo con un pañuelo de seda?, era de color celeste aunque lo mismo, no era impotente, ¡era gay!, por eso andaba con esos zapatos negros tan bien lustraditos. Cómo engaña el aspecto de algunos de estos desviados.
Estaba el homosexual meta y meta pasarle su pañuelito de seda a los zapatos, cuando se le acerca una potra impresionante: cara de muñeca, pelo liso larguísimo, parecía una modelo; qué piel, qué ojos, qué tetas, qué culo, un desperdicio que anduviera perdiendo su tiempo con ese pobre enfermo. Casi me muero porque la yegua le revuelve los cabellos, el putito se incorpora, la abraza y le pega un chuponazo como si hubiera querido tragarle la lengua. Qué hijo de una gran puta, las cosas que tenía que hacer para disimular su putez. Cuando la corta con el beso le dice algo a la mina, que yo no pude escuchar porque había quedado medio lejos, pero se señalaba los zapatos. Ella también jugaba su papel, lo acariciaba y seguro le decía: “pobrecito mi vida qué lástima tan lindos tus zapatos”. Se fueron del brazo haciéndose los enamorados, los calentones, dándose besitos; yo los seguí porque no podía creer tanta parodia, y los zapatos negros también brillaban por esa vereda de Cabildo, tampoco en la vereda había calzado que pudiera hacerles sombra. ¿Será consciente este muchacho del símbolo oculto de sus zapatos negros bien lustrados en relación con su sexualidad equivocada?, me pregunté. Llegaron a un auto estacionado, un auto nuevo, flamante, lustroso igual que los zapatos. Mierda, ¿hasta dónde iba a llegar el engaño? Tenía que averiguarlo. Me subí a un taxi y le pedí al conductor:
—Siga a ese convertible.
—Eh, no se haga el Phillip Marlowe, acá no estamos en Estados Unidos.
El tipo era un tarado. Sin hacerle caso, pendiente de no perderlos de vista, reiteré:
—¡Siga a ese convertible le dije!
—Usted paga.
Siguieron por Cabildo, agarraron Acceso Norte y después la Panamericana, las fichas del reloj del taxi caían como locas pero no me importó, tenía que desenmascarar a ese farsante. Se metieron en el Jardines de Babilonia, puto y todo el tipo debía tener mucha plata, el Jardines de Babilonia es un telo carísimo. ¿Para qué hacía esto?, ¿para quién?, salvo yo no había nadie que se percatara de sus maniobras para ocultar su desvío sexual.
—No vaya a hacer una locura —me sacó el taxista de estas cavilaciones.
—¿Qué quiere decir?
—¿Es su jermu no?
—No, al que sigo es al tipo.
—No da la sensación de que le gusten los hombres, lo mismo, volvamos y listo, no pierda la cabeza, vea, paro el reloj, le cobro hasta acá y la vuelta se la hago gratis.
—No diga pavadas hombre, el puto es ese que entró, y debo ponerlo en evidencia.
—Pero si entró con una chica…
—¡Justamente! Usted no se da cuenta de nada, ¿cómo puede ser tan retrasado?
—Vea, ahora no se lo pido, o me paga y se baja o le rompo el culo a patadas.
Ante tamaña falta de civilidad, pagué y me bajé. Con extrema cautela, me acerqué hasta la entrada de autos del telo. Tras el siguiente auto que ingresó, pude meterme en el albergue antes que se cerrara del todo el portonazo de la entrada, sin contar con que una cámara de video había captado mi maniobra.
Cada una de las habitaciones tenía cochera individual, y supuse que eso interpondría dificultades para ubicar al convertible; pero no, en el apuro aquello dos tarados no se habían tomado el trabajo de cerrar su portoncito levadizo, de modo que fue sencillo ubicar la pieza que habían elegido. ¿En qué apuro?, me refuté, si no venían a tener sexo, sólo venían a pantallear el extravío sexual del zapatitos.
De a tramos cortos, ocultándome tras las columnas, me fui acercando. Seguro de que no escucharía ningún gemido de placer, apoyé un oído en la puerta. Sin embargo, la potra dio evidencias de loquear como una desesperada, momento de incertidumbre para mi razón, que tras cartón desató la indudable conclusión de que el tipo de los zapatos negros bien lustrados no debía ser puto, que todo era una pantalla sí, pero para ocultar su verdadera identidad de zar de la droga, sicario de la mafia o agente de inteligencia de algún país del primer mundo alentando la revuelta del campo. Es bien típico de esos personajes la pulcritud en su vestimenta, sobre todo en sus zapatos, y probablemente la hembra infernal era alguna clase de contacto para entregar o recibir narcóticos, dinero sucio, claves o documentos secretos.
Por supuesto, me dije, los zapatos negros bien lustrados obraron como una señal de reconocimiento, por eso la preocupación del hombre por mantenerlos tan limpios y brillantes cuando salió del subte. Justamente, que alguien así subiera a un subte, un medio de transporte vulgar, era una forma evidente de desorientar a eventuales perseguidores. Y entonces, una vez hecha la transacción a que diera lugar el encuentro, los dos criminales debieron haberse sentido acreedores a dar rienda suelta al deseo que se les había despertado: así de desinhibidos son esta clase de malhechores, aún con las balas silbando a su alrededor son capaces de entregarse al placer carnal. Imaginé las ropas de ambos desparramadas en la habitación, salvo los zapatos negros bien lustrados, prolijamente alineados uno junto al otro en un rincón.
Mientras tanto a mis espaldas, supe después, se acercaban dos guardias alertados por mi imagen en la cámara del portón. Tuve miedo, no por eso pues aún no lo sabía, sino por haberme acercado, impensadamente, a un delincuente tan peligroso, alguien habituado al asesinato, alguien a quien no le temblaría el pulso para quitarme del mundo de los vivos. Dispuesto a poner mis pies en polvorosa, fue cuando me topé con los dos guardias. Parecían Laurel y Hardy, el flaco estaba armado con una pistola y la camisa se le salía del pantalón; al gordo, que blandía una amenazante porra de goma, no le cerraba el último botón y se le veía la camiseta.
—¿Es su mujer no? —inquirió el panzudo.
Qué obsesión, ¿tendré yo cara de cornudo?
—No diga sandeces hombre, soy de Interpol, el que está adentro es un peligroso miembro de la mafia rusa, he seguido su pista por más de treinta países y ahora al fin lo tengo al alcance de mi mano, ¿están dispuestos a ser mis refuerzos y obtener una jugosa recompensa? —me salió decirles.
Laurel miró a Hardy, Hardy miró a Laurel, y esta vez habló el flaco:
—¿Qué hacemos?
—Derriben la puerta, yo los cubro.
—¿Y si nos revienta a tiros?, —preguntó Oliver, mucho más cagado en las patas que yo.
—Están culeando —intenté tranquilizarlo.
—Sí, pero es capaz de tener su automática bajo la almohada —replicó Stan.
—No, eso no, de lo único que tienen que cuidarse es de sus zapatos.
—¿Sus zapatos? —a dúo.
—Sí, cuando entren usted encañónelo con su pistola —le dije al flacuchito—, y usted agarra los zapatos y me los trae—, dirigiéndome al gordo.
—Okey —también a dúo.
Ahí fue que se abrió la puerta de la habitación, habíamos prolongado demasiado el trazado del plan, habíamos hablado en voz demasiado alta, el mafioso ruso supo que estábamos tras sus huellas, los tres salimos corriendo, cada uno en direcciones diferentes, y el mafioso y la mafiosa también salieron corriendo; cualquiera que no hubiera sabido de su calaña, podría haber pensado que se pegaron igual cagazo que el gordo, el flaco y yo.
Cuando me atreví a darme vuelta los vi abandonar la pieza y treparse al auto medio en bolas, y de las demás habitaciones empezaron a asomar cabezas curiosas, Stanley alertó a los gritos que se escondieran porque estaba suelto un asesino, lanzó un disparo al aire y la mitad volvió a encerrarse, pero la otra mitad se subió a su auto y se armó un embotellamiento frente al portonazo cerrado. Nadie atinaba a abrirlo, algunos optaron por abandonar sus vehículos e intentar ganar la salida a través de la puerta de la recepción, yo en tanto me oculté atrás de un macetón cargado de helechos serrucho.
En medio del caos alcancé a ver a Laurel meterse en una de las habitaciones abandonadas, Oliver tuvo menos suerte porque eligió una en la que sus ocupantes habían optado por quedarse refugiados y, por más que pugnó y pugnó con el picaporte, no pudo abrir la puerta. De pronto, reconoció al ruso subido al convertible y empezó a señalarlo dando gritos de alerta y a preguntar, también a los gritos, que dónde estaba el de Interpol. El ruso y la rusa se sintieron extrañamente apabullados y fueron los únicos que se quedaron quietecitos en sus autos mientras los demás, ante el portonazo irremediablemente cerrado, abandonaban los coches que tan precipitadamente habían abordado y regresaban corriendo a las piezas. Tetas, porongas y culos desparramadas al aire, se fueron metiendo en la primera que les quedaba a mano, de manera que hubo habitaciones con tres y hasta cuatro parejas y otras con ninguna, y alguien debió haber llamado a la policía porque se escucharon sirenas llegar hasta el Jardines de Babilonia y luego un tropel de uniformes irrumpió dando grandes voces. Yo aproveché para agarrar del brazo al guardián gordo y meterme con él en la pieza donde habían estado los criminales.
—Yo estoy acá de incognito, ni siquiera la policía debe saber de mi misión, —le dije al atribulado custodio.
—¿Y qué quiere que haga?
—Voy a permanecer aquí escondido hasta que se vayan, por favor, busque a su compañero y adviértale.
—¿Y la recompensa?
—Llámeme al 15-9876-5432.
—¿Cuánto dijo? —Hardy agarró una birome y esperó a que le repitiera el número para anotarlo en la palma de su mano.
—15-9876-5432, ahora vaya rápido y alerte a su compañero.
Me dio un fuerte apretón de manos y se marchó.
—Gracias, espero su llamado.
Ni bien se fue me metí bajo la cama para aguantar hasta que despejara y allí, ¡oh sorpresa maravillosa!, el par de zapatos negros bien lustrados, olorosos de betún, brillantes aún en la penumbra rojizul del ambiente, oh, tuve ganas de gritar de gozo, con el mafioso ruso preso, después de todo lo que este asesino impotente y puto me había hecho pasar, tenía pleno derecho a quedarme con ellos. Afuera se escuchaban gritos e insultos de todo calibre, motores poniéndose en marcha, puertas que se abrían y cerraban con violencia, sirenas llegando y yéndose.
Después de unos minutos todo se calmó. Con el corazón palpitante aguardé una hora entera para estar absolutamente seguro de que podía escabullirme sin riesgo del Jardines de Babilonia. El portonazo había quedado abierto, así que salí caminando despacio, como Pancho por su casa, crucé la Panamericana y caminé varias cuadras llevando mi preciado tesoro bajo el brazo. Cuando me pareció haberme alejado una distancia prudencial, me senté a esperar el colectivo en un refugio.
Pero nunca hay felicidad completa: el muy puto del mafioso impotente calzaba 37. ¿Es posible que un hombre tenga un pie tan chiquito?, ¿qué le costaba un par de números más?

sábado, 26 de septiembre de 2009

Yo fumo (algo de mi relación con el tabaco)

Hace unos meses leí "Vagón fumador", una compilación de Mariano Blatt y Damián Ríos. Hay de todo un poco, siempre está bueno leer a Mario Bellatin, me gustaron mucho Inés Acevedo (La comadreja bebé) y Sol Prieto (Stainbarguer), a ninguna de las dos las tenía de antes, pero el que por lejos me pareció soberbio fue Suplicantes, de María Moreno, un patetismos encantador.Mucho antes de esta "Antología de relatos sobre el tabaco", en 2002, yo había escrito algo concerniente, no sé bien qué género será, supongo que movilizado por los mismos estímulos de esta gente que aparece en "Vagón fumador", y que por ahí los resume Hebe Uhart, quien termina su relato con una frase de un escritor peruano, Julio Ramón Ribeyro: "Yo no sé si fumo para escribir o escribo para fumar".

Lo mío es lo que sigue:

Dicen que cada cigarrillo acorta la vida en quince minutos.Admitiré que tal aseveración responde al cálculo biomatemático del algún iluminado. No obstante, debo señalar que siendo así, el resultado arrojado probablemente no haya sido quince minutos justos, sino una cifra con decimales redondeada a quince. La precisión en el cálculo, resulta entonces motivo de objeción. Si se tratasen por ejemplo de quince con veintisiete segundos, al cabo de una equis cantidad de cigarrillos, la estimación de sobreviviencia al tabaco estaría menospreciando a uno cada tanto, y en consecuencia pronosticaría el deceso un incierto tiempo después de lo que realmente ocurrirá. Y siguiendo el mismo razonamiento, si por el contrario la cifra fuese catorce con cincuenta segundos o cuarenta y tres, tres, tres, tres, —no olvidar a las probables fracciones periódicas— el error causaría armar el velorio antes de tiempo.La primera conclusión es que mezclar las matemáticas con el vicio no es buena política ¿Cómo se deberían contabilizar aquellos cigarrillos que se tiran antes de terminar de fumarlos, porque por ejemplo viene el colectivo? Todo un inconveniente, ya que no hay una norma para el inoportunismo del ómnibus, pues a veces llega inmediatamente después de encender el cigarrillo y, en otras más benévolas, lo hace cuando sólo quedan por dar un par de pitadas. Rigurosamente, se podría acotar el error de estas circunstancias, con una regla de tres simple que relacione los quince minutos con la diferencia entre longitud total y longitud remanente del cigarrillo abandonado. Más esta tarea exigiría del fumador, la inexcusable obligación de llevar junto al atado y el encendedor, un centímetro, una calculadora, una libretita y un lápiz.La reflexión acerca de la longitud de cigarrillo efectivamente fumada, nos lleva a otro factor de incertidumbre, puesto que la longitud total no es un factor constante, sino una variable que depende de las marcas y sus diversas presentaciones. La cuestión de los quince minutos, presenta entonces el claro déficit de no mencionar cuál es la longitud patrón y no incluir una tabla de conversión según las distintas longitudes posibles.Otros elementos variables no mensurados, se hallan representados por la frecuencia y magnitud de succión, elementos que obviamente deberían ponderar la longitud efectiva y, por ende, el tiempo unitario del acortamiento de vida. No existen datos de que hayan sido establecidos los respectivos coeficientes de ponderación. Quizás hayan sido soslayados a causa de la imposibilidad de contemplar la enorme dispersión que presenta la amplia gama de sistemas nerviosos de los fumadores. O tal vez haya incidido la dificultad de asignar con base cierta, los coeficientes correspondientes a los extremos, representados por el ansioso que pita como un escuerzo y el plácido que lo hace como si todos sus cigarrillos fuesen los del post-coito. Asimismo, cabe señalar que este coeficiente tampoco debería ser único e invariante para cada espécimen, pues el más elemental sentido común indica que si bien cada fumador responde a un patrón prevalente de succión, este comportamiento varía según el momento y la situación. Innegablemente, no es lo mismo fumarse uno con el jefe reclamando un trabajo atrasado, que hacerlo tirado panza arriba en una playa. No es lo mismo saliendo del cajero automático con el sueldo en el bolsillo, que unas horas después de haber pagado el alquiler, las expensas, los servicios, la tarjeta y el colegio de los chicos. No es lo mismo con una ninfa pidiendo el favor de una tregua, que preguntando si eso es todo. Huelga agregar ejemplos.Y es más, hilando fino, los que podríamos llamar coeficientes personales de ponderación, deberían a la vez afectarse de sub-coeficientes de calidad, que en los eventos aludidos genéricamente, deberían contemplar por caso, si la demora en terminar el trabajo reclamado es de un día, una semana o un mes, o si la playa está a ocho cuadras de una tapera que nos prestaron en Las Toninas o en el área privada del Mediterraneé de Itaparica. La variable indirecta para medir estos factores laterales de influencia, podría ser la presión arterial, aunque exigiría al fumador sumar un tensiómetro portátil al centímetro y la calculadora. Y, francamente, no parece adecuado andar midiéndose la presión frente a, por ejemplo, la amante desnuda desparramada en la cama. Además, para cuando se prenda el cigarrillo la medición ya podría estar distorsionada a causa del efecto causado por la mujer llamando al manicomio.Por otro lado, cualquiera se da cuenta de que no es lo mismo el efecto del trigésimo cigarrillo del día que alguno de los primeros. De modo que es erróneo asignar una medida constante para todo cigarrillo que se fume, en forma independiente de las condiciones precedentes al evento, es decir de la cantidad (n-1) disfrutada con anterioridad a su ocurrencia. Así que haría falta afectar los quince minutos de otro guarismo corrector, que sea función por ejemplo, de algún factorial o polinomio en grado (n-1). Como estas fórmulas revisten mayor complejidad, una calculadora resultaría insuficiente y el fumador debería sumar una laptop —o al menos una palmtop— a su equipo de medición y pronóstico.Lo cual nos lleva a pensar que andar por la calle teniendo que cargar un centímetro, una calculadora, un tensiómetro y una palmtop, generaría un stress adicional que indudablemente configuraría una nueva fuente de distorsión. Aunque tal vez causara una paradoja, sobre aquellos individuos que prefieran fumar menos, antes de tener que sacar a cada rato tanto aparataje y ponerse a hacer cuentas y mediciones. En fin, para calcular mal mejor no calculen nada.De todas maneras, por más que el cálculo fuese certero, todavía no me he referido a lo principal ¿De qué quince minutos estamos hablando? Uno podría asumir, que el tiempo quitado por la cadena de quince minutos por cigarrillo, está lleno de opíparas comidas, alegres fiestas familiares, viajes soñados, magníficas funciones de cine, música y teatro, apacibles caminatas bajo el sol del parque e inclusive partidos de tenis y algún que otro escarceo amoroso. Uno podría asumirlo, siempre y cuando no contemple la posibilidad de que cada cigarrillo nos libere en realidad, de quince minutos en el geriátrico donde nos depositaron los hijos, en la ventana mirando pasar la vida desde una silla de ruedas, en las manos de una enfermera malhumorada cambiándonos los pañales o en la interminable añoranza de los años en que al menos, nos podíamos fumar un cigarrillo.

martes, 1 de septiembre de 2009

¿Para qué sirve desvelarse...

…y caerse de la cama un lunes a la mañana? Para pensar boludeces depresivas, para empezar a fumar antes de lo debido, para escribir gansadas peripatéticas, para estar muerto de sueño en el laburo a la hora de la siesta, pero también para irse a desayunar al único bar abierto tan temprano, encontrar libres todos los diarios, poder leerlos con tiempo y encontrarse en uno de ellos con la editorial de Aliverti que desasna a la gilada, y mucho, acerca de la Ley de Radiodifusión (www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-130901-2009-08-31.html), y una golosina riquísima de Sasturain (www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/index-2009-08-31.html)
De nada, que les aproveche.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Basta de tomar los libros por breviarios

Vi la película “Hace mucho que te quiero” (Il y a longtemps que je t´aime), magistral, la dirección y guión de Philippe Claudel es de lo mejor, una actuación soberbia de Kristin Scott Thomas (yo la tengo desde 1995, estuvo notable en la película inglesa “Ricardo III” con Ian McKellen, otro peliculón, la expresividad de esta mujer es increíble), una trama de una intensidad dramática que va creciendo con una consistencia impecable, a la par de que uno puede pensar y viajar a lugares propios con casi todos los diálogos, y lo mejor, sin distraerse de ese argumento tan atrapante, en fin, es una película a la que no le falta ni le sobra nada, es tan buena que, influido por tanta exquisitez, hasta también me pareció buena y llegó a emocionarme la letra de la canción que pasan junto a los títulos del final, una que se llama “Dis quand reviendras-tu”, que separada del momento es una porquería, una muestra, un verso dice “Para nuestros corazones rotos es el último naufragio”, qué se yo, ni el peor Palito Ortega, una pena.
Pero volviendo a un guión que tanto me gustó, me he quedado con un parlamento puesto en boca de la hermana de la protagonista (una mina que en la peli da clases de letras), muy emparentado con la literatura, pero más con la vida personal de las gentes a las que nos gusta la literatura, particularmente por la tentación que sentimos a veces de extrapolar más allá del arte los contenidos de una obra literaria que nos haya impactado. A raíz de que un alumno le presenta un, supongo ensayo, tras una breve discusión acerca de Dostoievski, el alumno le dice: “Parece que inicialmente quería presentar a un alma, dar al lector una radiografía íntima y universal del asesino” y la mina, está bien que influida por las circunstancias que vive, replica: “Estás diciendo tonterías, ¿qué sabes tú? ¿Qué sabes del asesinato y del asesino? ¿Qué sabía Dostoievski? ¿Qué sabía Dostoievski del asesinato? Nada, nada de nada. Las obras maestras no son más que hipótesis, construcciones simplistas que no pueden compararse con la vida, ¿entendido? Basta de tomar los libros por breviarios. Así no dirás imbecilidades.”
BASTA DE TOMAR LOS LIBROS POR BREVIARIOS, eso me gustó escuchar y ojo, no me contradigo con lo que he dicho algunas líneas más arriba, aquello de viajar a lugares propios disparado por una obra artística, puesto que la misma haga pensar es una de las condiciones, obvio no la única, para que sea arte y no cualquier otra verdura. Que haga pensar sí, pero con pensamiento propio, eso es lo que quiero decir.
Medio relacionado con todo esto, ayer leímos en el taller de Julio Diaco un cuento de la última época de Saer (“La tardecita”, del libro “Lugar”, año 2000) que en un fragmento dice : “…hay que reconocer que casi todas las grandes iluminaciones, exaltaciones, conversiones o revelaciones de los tiempos modernos provienen de la lectura. Pareciera ser que, en el estado actual de nuestra especie, siempre es necesario que lo poco que nos pasa de esencial le haya pasado primero a algún otro, de manera que sólo comparativamente podemos llegar a sentirnos, gracias a una lucidez pasajera, y muy de tanto en tanto, con fugacidad fragmentaria, lo que creemos ser o lo que tal vez somos”. Bueno, en mi opinión no debiera ser así.
Mucho más acomodado a lo que creo es este otro fragmento del mismo cuento: “Existe siempre durante el acto de leer un momento, intenso y plácido a la vez, en el que la lectura se trasciende a sí misma, y en el que, por distintos caminos, el lector, descubriéndose en lo que lee, abandona el libro y se queda absorto en la parte ignorada de su propio ser que la lectura le ha revelado: desde cualquier punto, próximo o remoto, del tiempo o del espacio, lo escrito llega para avivar la llamita oculta de algo que, sin él saberlo tal vez, ardía ya en el lector”. Igual, le cambiaría que la lectura es la que ha revelado la parte ignorada del propio ser, mucho mejor es lo último, que la lectura llega para avivar lo que ya ardía.

martes, 28 de julio de 2009

Los teléfonos públicos...


...de Buenos Aires (los que quedan, porque no sé si se han dado cuenta de que los están sacando) son un modelo de objetos que se han convertido en una cosa muy diferente con respecto al propósito para el que fueron originalmente concebidos. En efecto, pensados y diseñados para realizar llamadas telefónicas (de allí que se llamen teléfonos) por cualquier persona (de allí que se llamen públicos), han mudado a “porta volantes de avisos de prostitutas”, lo cual no tendría nada de malo en tanto y en cuanto configurara esto una función adicional al estipendio de mujeres que trabajan y así se ganan honradamente la vida, pero, y acá viene la cuestión, muy lindos los teléfonos públicos adornados de volantes como si fueran arbolitos de Navidad, la macana es que son sólo eso y nada más que eso, porque para encontrar un teléfono público que, primero tenga tono, después no se trague las monedas, luego permita discar, posteriormente llame, a continuación no se corte cuando del otro lado atienden, o sea que, al cabo, te deje hablar por teléfono, hay que tener más suerte que pegar un Loto multipaloverde, de manera que, finalmente, lo que en principio pareciera la optimización de su función original merced al valor agregado de disponer de un variado menú de exuberantes, golosas, calientes, mimosas, etc., etc., en el mismo sitio que el artefacto para contratarlas, es nada más que un artefacto inútil jodiendo el paso en la vereda, demasiado grande y estrafalario para ser solamente un portavolante, función para la que alcanzarían (y sobrarían), atención Telefónica y Telecom si es que quieren seguir apoyando la laboriosa tarea de numerosas trabajadoras argentinas, adminículos más pequeños y estéticos que en este momento no se me ocurren cómo podrían ser, así que queda abierto un buzón de sugerencias.

Fotografía: María Celina Bertero

jueves, 16 de julio de 2009

Tiempo de derrota

Uno ve cómo pese a que esta vez su cuadrito dio la batalla debida, se esfuma el sueño de Colón campeón por primera vez, sin ni siquiera el consuelo de que el campeón, ya que no podía ser Colón, fuera por lo menos un tiro para el lado de la justicia.
Uno ve cómo los que menos han recibido siempre, prefieren a los que prefieren que la riqueza se reparta mal.
Uno ve desaparecer amistades, algunas literalmente, otras deshilachadas de miserias.
Uno ve que su libro no aparece cuando finalmente Eloísa Cartonera actualiza el catálogo en su web, y ve que hasta Cucurto se ha vuelto utilitario.
Uno ve que no tiene más remedio que mudarse de los Panópticos al desierto, después de años de creer que los grupos son más que los individuos (utopía sesentista le dijeron una vez a uno).
Uno ve que un día se despierta sin el regalo con el que peleó las convenciones, los prejuicios y lo que digan los demás, ve que el regalo sólo estuvo en su cabeza y ve que algunas convenciones no son tan equivocadas, que algunos prejuicios son en realidad juicios justos y que a veces los demás tienen razón.
Viendo todo eso uno ve que ahora es tiempo de derrota. Pero uno va a ir por la revancha ni bien pueda, por algún lado uno va a encontrar Gimnasias de Jujuyes y San Martines de Tucumanes que quieran ser victoriosos, postergados que quieran tomar conciencia, hilos que quieran ser sogas y regalos que quieran ser verdaderos, en fin, por algún lado a uno se le aparecerán escorpiones de naturaleza fallada que no quieran ahogarse con las ranas y Davides que quieran partirle la cabeza de un hondazo a Goliathes.
Uno piensa que siempre habrá candidatos para estas huevadas. Y mientras tanto uno escribe, total es gratis.

Regreso

Han vuelto desde lejanos eneros sepultados, e insepultos, corren, navegan o vuelan abigarrados, furiosos, vengativos, claman desquite de mi risa, de mi paz, de mi victoria en la batalla que creí guerra, retornan vigorizados durante la paciente espera del resquicio traidor que los alzara de sus sepulcros falsos, más seguros y ciertos que antes, cuando parecieron vencidos, más astutos, más arteros, me han sorprendido, indefenso en mis certezas de olvido, no los vi, no los oí llegar, confié en mis soldados, en mi fortaleza, pero estaba solo, solo y desprevenido, caminando tranquilo, feliz, ingenuo, por el borde áureo del abismo, que ahora es nada más que borde de abismo bajo mis pies descalzos y heridos, bajo mi pecho sin coraza ni coraje, expuesto a las espadas ya desenvainadas.

miércoles, 8 de julio de 2009

Volví a escribir (ojalá me dure)

Estuve más de seis meses sin poder escribir. Supongo que pude volver a hacerlo (en sólo dos semanas escribí 5 relatos y/o cuentos) estimulado con el taller que Julio arrancó este año (Julio Diaco, mi profe de siempre y al que pienso que nunca dejaré de volver), muy novedoso (al menos para mí) en términos de propuestas, metodologías, ejercicios, compañeros y actitud, y también por otro taller (la coordinadora se llama Graciela Repún y si la buscan en internet van a ver lo grossa que es), al que pude acceder gracias a la generosa propuesta y gestión de mi compañero Daniel Lopes. En otro tiempo me había sucedido algo similar en cuanto a silencio, y ahí fue Diego Martínez (que se inventó un Taller Sin Coordinador, que para mi épica tentación de fabricar mitos pasó a ser el "famoso TSC") quién más que indirectamente ayudó a que volviese a escribir y no sé si alguna vez se lo agradecí como era debido.
En fin, volviendo al ahora, una de las cosas nuevas que escribí y me dio ganas de postear acá es el cuento que sigue:

César no tenía que estar ahí temprano
Llegó y ya estaban cenando. —César, tenías que estar acá temprano, sabías bien que necesitaba ayuda y que tu padre no podía —recriminó la madre. El padre, con la cabeza gacha, no dijo nada. César se lo quedó mirando, fijo, como se lo quedaría mirando durante toda la cena. Sin responder al reclamo de su madre, se sentó a la mesa y empezó a sorber la sopa, fría, a demorarse escurriendo los fideos dedalitos entre la lengua y los huecos de las muelas de juicio y, sobre todo, a permanecer con la mirada clavada en su padre, una mirada de odio, helada, casi sin parpadeos. Sin alzar la cabeza el padre sentía esa mirada fija, era imposible que no la sintiera, sabía con certeza que su hijo lo estaba mirando con ojos fríos y acusadores. Después de un silencio mínimo, o un silencio de sorber de sopa, la madre habló y habló, de su día, de que tomates no se podían comprar, de que pasaban una película de Steve Mc Queen que quería volver a ver, de que esta vez se iba a animar a votar a los radicales, de que habían asaltado la agencia de lotería de la avenida, de que tenía miedo que fueran a la cancha el domingo, de que Clara y Antonio se habían separado, de que a ella le daba lástima por los chicos, y mientras tanto padre e hijo sorbían la sopa, uno hundiéndose, queriendo hundirse, en lo hondo del plato, otro hundiéndose, queriendo hundirse, en lo hondo de su padre a través de la crispación de la frente arrugada y el ceño fruncido, padre e hijo con sus mentes bullentes, llenas de sus propios pensamientos, llenas de pensar en lo que el otro estaría pensando y llenas de las palabras que no podían decirse en presencia de la madre, o que tal vez nunca se dirían, el hijo preguntándose qué era lo que había ido a buscar yendo a sentarse a la misma mesa del padre al que deseaba muerto, el padre sabiendo que no serviría de nada lo que pudiera hacer el resto de su vida para que su hijo no lo deseara muerto.
Cuatro horas atrás los ojos de padre e hijo se habían hundido unos en los otros, aterrados de miedo, de miedos diferentes, cuatro horas atrás padre e hijo estuvieron mirándose, por un minuto, o dos, o cien, en medio de un ensordecer de latidos y un martilleo en las sienes, un ahogo de la respiración que ataba los insultos y un nudo apretado en la garganta que silenciaba las excusas. Y desde la cama, la cama en la que César acababa de sorprender a su padre hundiéndose en el cuerpo de su novia, ella, envuelta en las sábanas, le había dicho:
—César, no tenías que estar acá temprano.

viernes, 29 de mayo de 2009

El 25 de Mayo y Osvaldo Soriano


No es el mejor escritor que he leído, no comparto algunos elogios desmesurados que ha recibido y, de hecho, sí comparto algunas de las opiniones negativas acerca de su literatura. Pero aún filtrando todo eso, estoy hasta las pelotas de que no se lo reconozca (particularmente entre sus pares), de que se lo considere un escritor menor por escribir “fácil” (como si escribir fácil fuera fácil), de que se lo acuse de haber recurrentemente apelado a hechos o figuras reconocibles a partir del mero sentimiento (así han manipulado las palabras los que al menos tuvieron vergüenza de acusarlo de golpear bajo) o de, en los últimos años, haber reemplazado falta de inspiración con oficio de novelista para ficcionar historia. En síntesis, estoy hasta las pelotas de la manga de academicistas pelotudos que dicen que no tenía talento, estoy seguro de que “Una sombra ya pronto serás” —para mí lo mejor que escribió, ¿se acuerdan de la frase "un hombre cansado de llevarse puesto"?— tiene absolutamente todos los elementos que hacen grandiosa a una novela: los personajes, el clima, las imágenes, el punto de vista, la trama, y también estoy seguro de que “No habrá más penas ni olvido” es la novela a leer para aprender acerca del enfrentamiento de la derecha y la izquierda del peronismo. Pero hoy acá me quedo emocionado hasta las bolas con algunos pedacitos de “Triste, solitario y final”, qué linda novela, qué originalidad en su época, qué maravilla lo emblemático de meterse de protagonista, meter a Chandler-Marlowe, meter al gordo y el flaco y, de paso, meter también su bronca contra los John Wayne y los Chaplin. Les mando a que la lean, o que la relean con los ojos, la cabeza y el espíritu abierto lo más que puedan; a ver si este párrafo del primer capítulo, cuando Charlie y Stan llegan a los EEUU (“los ojos de Stan tienen el color de la bruma; los de Charlie, el del fuego”) les hace algo: “Lo dice con amargura, porque ha recordado a su padre que también es actor y ha visto de frente la ansiedad de los curiosos, la desesperación de los fracasados, la alegría momentánea de una mueca; las ha visto mil veces en la mesa durante las cenas en la vieja casa de Lancashire. Las primeras luces surgen de la niebla y Stan sabe que ya no puede volver atrás, que cualquiera sea su destino, él está allí para aceptarlo”. O el remate del capítulo en el que Marlowe y Soriano pelean en el cine: “Marlowe encendió los cigarrillos y dijo: —No lo crea Soriano, usted no es el toro salvaje de las pampas”.
Admito, aún a riesgo de dar pasto a las fieras, que Soriano obra en mí como una especie de escritor fetiche, a partir de cuestiones que no tienen mucho que ver con la literatura (los gatos, el fútbol, el padre, el interior) y, sobre todo, que muchos de los personajes de sus novelas se compadecen bastante con rasgos míos nostálgicos y melancólicos. Y además admito que, concomitante con eso, este post en particular se me desata por una frase que el tipo largó en 1986, un año particularmente tormentoso para mí, y que de casualidad volvió a aparecérseme por estos días de tormentas parecidas:”Pero estamos aquí otra vez, mirando el futuro en puntas de pie, parados sobre un tembladeral, sacudidos por un viento que viene del pasado y no sabemos si nos arrastrará hacia el futuro, o hacia el abismo”.
También me dio ganas de escribir de Soriano porque pasó el 25 de Mayo, y Soriano ha sido el que más, naturalmente mucho más que los profes del Nacional o la parva de ensayos pretendidamente revisionistas e indudablemente comerciales, me ha provocado ganas genuinas de entender la historia argentina y de mirar a nuestros próceres por debajo del bronce o las placas de las calles. Hace unos cuantos años atrás, en una entretenida charla acerca del perfil de los militantes del troskismo, me contaron que una vez invitaron a Soriano a un congreso del Movimiento al Socialismo y que en determinado momento pidió la palabra para recomendar que escucharan a Castelli, que relegaran a Trosky y usaran a Castelli, imagínenlo al tipo, justo a los que se llamaban troskos recomendarle abandonar a Trosky y apelar a Castelli para convocar a las masas. Está bien, la ligaron los troskos porque como el gordo era progre lo invitaron, quién sabe qué les hubiera dicho a los del PRO, pero qué duda puede caber acerca del conocimiento y la convicción que Soriano tenía acerca de nuestra historia, para sugerir en aquel ámbito algo semejante. No comparto con él su devoción por Castelli, sí por Mariano Moreno y, aunque un poco menos, por Belgrano. No obstante, también en esto va mi reconocimiento, puedo pensar distinto a él porque me ayudó a pensar la historia. Y ligado a cómo Soriano canalizó la obsesión de sus últimos años con la historia argentina, pienso por ejemplo en “El ojo de la patria”, el prócer de la Revolución restaurado con un chip austríaco y la cara de Richard Gere o Harrison Ford: “Se cubrió con la toalla y a los tropezones fue a ver si el prócer seguía en la habitación. Lo encontró cabizbajo, desdibujado en la sombra, con los ojos muy abiertos y vestido como para salir de juerga. Si ves al futuro dile que no venga, lo oyó murmurar”.
Mucho más no tengo, parece que la catarsis pro Soriano ya va estando bien. Tal vez nomás me quede mencionar que ojalá los detractores de Soriano fueran aquellos que no son santos de mi devoción, y si bien hay unos cuantos, me jode que también se alineen para pegarle gente o ámbitos que me son simpáticos. Cito a dos. Tengo para mí que en las facultades humanísticas del interior no existe, al contrario, el antisorianismo que hay en la UBA en general y en Puán en particular; hace tres años, impensadamente, tuve la oportunidad de acceder a contactos personales y/o virtuales “extracción Puán” muy enriquecedores, y me resulta francamente inexplicable que Soriano sea para la mayoría de ellos objeto de descalificación sin más. Igual de inexplicable me resulta un artículo de Bolaño, que es a uno de los que más estoy leyendo por estos días porque el tipo me parte la cabeza, en el que analizando la literatura argentina dice: “No quiero decir que Soriano sea malo. Ya lo he dicho: es bueno, es divertido, es, básicamente, un autor de novelas policiales o vagamente policiales, cuya principal virtud, alabada con largueza por la crítica española, siempre tan perspicaz, fue su parquedad a la hora de adjetivar, parquedad que por otra parte perdió a partir de su cuarto o quinto libro…Sospecho que el influjo de Soriano (aparte de su simpatía y generosidad, que dicen fue grande) radica en las ventas de sus libros, en su fácil acceso a las masas de lectores, aunque hablar de masas de lectores cuando en realidad estamos hablando de veinte mil personas es, sin duda, una exageración. Con Soriano los escritores argentinos se dan cuenta de que pueden, ellos también, ganar dinero. No es necesario escribir libros originales, como Cortázar o Bioy, ni novelas totales, como Cortázar o Marechal, ni cuentos perfectos, como Cortázar o Bioy, y sobre todo no es necesario perder el tiempo y la salud en una biblioteca guaranga para que encima nunca te den el Premio Nobel. Basta escribir como Soriano. Un poco de humor, mucha solidaridad, amistad porteña, algo de tango, boxeadores tronados y Marlowe viejo pero firme”.
Cuando viene de alguien que querés, duele más.

sábado, 7 de marzo de 2009

Cuenteros de la poesía

A veces te desconozco
y tengo que conocerte de nuevo
Que eso pase es bueno y es malo
a veces es más malo que bueno
y a veces es más bueno que malo
Pero siempre tengo miedo
de la vez que no vuelva a conocerte.
CARPINCHA, 27/2/09

Esto lo encontré escrito con fibra roja en el respaldo del asiento individual de la rueda, de un 103 con rumbo a Tapiales. A mí me gustó, pero de poesía no sé mucho, de hecho no leo poesía, salvo la de mi hermana Isabel y la de mis compañeros de taller, es más, una vez Nancy, una ex – tallerista, nos amonestó con severidad a Carlitos y a mí, acusándonos de no tenerles respeto a los compañeros poetas y a su poesía. Fue una acusación muy injusta, cuando estoy haciendo taller leo y escucho a los poetas con aplicación y me esfuerzo por hacerles los aportes que me salen, por lo menos desde lo emotivo, dada mis limitaciones en materia de poesía para aspectos técnicos. Es cierto que he llegado a decirles que los poetas son narradores haraganes, pero sólo ha sido en joda, porque me parece todo un mérito contar un cuento con muchas menos palabras de las que yo necesito para hacerlo.
Y eso es justamente lo que me puse a pensar cuando leí el poemita de esa vaya a saber quién CARPINCHA; alguna vez le escuché decir a Juan Incardona que en una poesía cada verso debe ser “un tiro en la hoja”, y no sé si lo son cada uno de los versos de CARPINCHA, pero de lo que estoy seguro es de que cada verso disparó en mi cabeza el párrafo de un cuento que me gustaría leer, ¿cuánto está diciendo con a veces desconocer al que ama?, ¿cuánto por la decisión, el deseo, el amor, de reencontrarse conociéndolo de nuevo?, ¿cuánto de la interioridad del poeta cuando es más malo que bueno y cuánto cuando es al revés, ¿y cuánto en el fatalismo, el sino ineludible, de cuando ya no lo conocerá?, en fin, chapeau CARPINCHA, y chapeau Isabel, Valeria, Flavio, Nurit, Noelia, Inés, Víctor, Luz, Rafa, Eduardo, y también Nancy y todos los cuenteros de la poesía que me estaré olvidando.

domingo, 1 de marzo de 2009

Elecciones: la pretensión y el coraje, la realidad y el sentido común (*)

(*) Motorizados por las inminentes elecciones presidenciales, en el primer número de "Con perdón de la palabra" (2003), decidimos que todos hablaríamos de elecciones. Cada uno se disparó para lados diferentes y yo había empezado a pergeñar este texto, que en ese tiempo no alcancé a redondear, quedó por ahí y hoy me pintó hacer algo con él.

Quizás pueda ser excesivamente reduccionista, pero en general cada elección nos pone de cara al dilema entre una opción más pretenciosa, normalmente más arriesgada, y otra de menor ambición pero a la vez más segura. No es lo mismo estar en la mesada de la cocina frente a un pollo y decidir meterlo así nomás al horno con unas papas (uno tendría que ser muy tronco para que le salga mal), que optar por deshuesarlo, marinarlo, sellarlo en aceite de oliva extra-virgen y terminar de cocinarlo en una salsa de champagne, curry o crema especiada, con guarnición de champignones y zanahorias baby glaceadas, con el riesgo que conlleva para el resultado final, la mayor necesidad de tiempo, expertisse, atrevimiento y ganas.
Por supuesto que no estoy hablando de pollo con papas, sino de elecciones más trascendentes. Lo primero que se nos dibuja en la cabeza ante la necesidad de elegir, es la placentera imagen del objetivo de la alternativa más grandiosa plenamente cumplido, recién después de un rato (la duración de ese rato depende de la conciencia o inconsciencia del elector) aparece la necesidad de ser algo o mucho más valientes que si nos quedáramos con la alternativa más modesta y, como nos gusta vernos como valientes antes que como cobardes, eso no resulta un problema; tal vez a lo sumo pensamos que vamos a necesitar ayuda, que quizás solos no podremos y, como solemos asumir por los demás conforme a lo que nos conviene, damos por descontado que a la ayuda necesaria vamos a tenerla de manera incondicional, así que ni siquiera lo consultamos con los ayudantes, damos por sentado que estarán a nuestra disposición con más coraje incluso que el nuestro.
Bueno, así salen después las cosas. El halagador canto de sirenas de alcanzar el logro perfecto, por haber tomado el camino de la elección majestuosa, obnubila el sentido común que se necesita para, antes de elegir, leer la realidad. Y habitualmente, cuando la realidad va enseñoreándose, nuestro coraje flaquea, tratamos de acomodar las circunstancias a ese flaquear (y siempre para mal en términos de resultados), vemos la evidencia de que los ayudantes inconsultos hacen la suya y, con sus propias miserias, están lejísimos de suplir nuestras imposibilidades y, finalmente, empezamos a enojarnos con nosotros mismos ya que nos cuesta reconocer el error, más si la elección fue de hace mucho tiempo, pues no hay nada más torturante que admitir que se ha perdido el tiempo atrás de un logro inalcanzable, por culpa de un error de elección imposible de ser enmendado.
Entonces digo yo, ¿está tan mal que de cuando en vez seamos capaces de reconocer nuestras limitaciones?, ¿está tan mal que no nos creamos ser más capaces de lo que somos?, ¿está tan mal darnos cuenta que los demás, por más cercanos y confiables que sean, no nos quieren tanto como para tomar como propios nuestros planes, sueños o utopías?, ¿está tan mal ser un poco cobardes?, ¿está tan mal tener sentido común? Es cierto que no vamos a tener a la honra de “mirá este tipo las bolas que tiene, mirá qué superado, mirá que sólida, qué fiel, es la gente que tiene atrás”, pero tampoco se nos anudarán las tripas de frustración, desencanto y arrepentimiento.
Dos cosas son de todas maneras ciertas: una, la valentía es más linda que la cobardía (o, para no ser tan descalificador, la prudencia), la pasión es más linda que el sentido común, la utopía es más linda que la realidad, así que los errores consecuencia de haber sobrestimado nuestra capacidad (y la de los ayudantes que se precisaban) y/o subestimado la magnitud la empresa, más que como un pecado podría verse como una persecución de la belleza (¡y cómo no va a entenderse y disculparse eso!) y dos, de la misma manera que consumado el fracaso uno se putea por no haber sido más “prudente” (me abuené), de no haberse animado quizás se putearía por no llegar a saber nunca, que qué hubiera pasado si lo hubiera intentado.
Llegado a este punto, este post no sirve para nada. Me voy a poner el pollo en el horno.

viernes, 27 de febrero de 2009

La estructura de la desestructura

No hace mucho pregunté que qué era no ser estructurado y me respondieron: “hacer lo que se me da la gana”. Suena bien ¿no?, qué bárbaro, qué libre. Ahora bien, uno ve cada “desestructuralidades” que mamma mía, tipos y tipas que por ejemplo se largan a escribir (¡y publican!) como se les da la gana y así les sale, en algunos casos escribir desestructurado y escribir a la de Dios que te criaste es lo mismo, si hay alguna diferencia estriba sólo en una forma más elegante de decirlo, “hacer lo que se me da la gana” está lejísimos de significar no ser estructurado, “hacer lo que se me da la gana” siempre y siempre es de una deshonestidad muy jodida, no es lo mismo que romper estructuras una vez que uno demostró capacidad de construirlas, no es lo mismo el matiz, o inclusive el estilo, descontracturado, que la ausencia de la más mínima puta voluntad de hacer una introspección honesta y echarse una mirada de evaluación para ver con franqueza qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, pero naturalmente, esto último no suena tan lindo al lado de “hacer lo que se me da la gana”, sobre todo si en el devenir se reciben elogios superficiales (o incluso interesados) de gente que, sea porque no le afecta de manera alguna, sea porque el “desestructurado” le importa menos que el resultado de la quiniela en Sri Lanka, le chupa un huevo andar deslizándole alguna crítica al boludo feliz de su “libertad”. En síntesis, la presunta desestructura es abrazada de tal manera fundamentalista (y cómoda) que se transforma en una estructura, en la estructura de escribir como el orto.
Ángel, mi amigo hincha de Independiente, me refiere un episodio de finales de la década del 50 (tiempo en que los equipos se plantaban en la cancha en una homogénea hiperestructura) referido a la llegada a Independiente de Jim Lopes como director técnico (un entrenador caro a mis recuerdos, ya que también fue el técnico de Colón en el Nacional del 68, un cuadrazo con Orlando Medina, Tardivo y Colman en el mediocampo, le rompimos el culo en el Cementerio a los putos de Racing y los mandamos a jugar el triangular final con Vélez y River, el de Nimo y la mano de Gallo). La cuestión es que aquel año en Independiente, Jim Lopes retrasa a los dos wines a su propio campo para que reciban juego directamente de la defensa, saca al centroforward del medio del ataque y lo ubica tirado a la izquierda, y posiciona al 8 treinta metros más adelante respecto a la estructura convencional de entonces. A lo largo de las primeras fechas, los marcadores de punta contrarios se iban atrás de los wines y desguarnecían los laterales de su defensa, que eran ocupados en entera libertad por el 8 y el 9 fuera de sus posiciones estructuradas. Esta “desestructuración” de posiciones, tan simple como efectiva, le redituó a Independiente y a Jim Lopes una parva de goles a favor, pero fue así porque Jim Lopes sabía de estructura, no fue un reparto a la bartola de ubicaciones y roles en el campo de juego. Después la cagó, los técnicos de los equipos rivales se avivaron y empezaron a tomar medidas para contrarrestar el novedoso esquema, Jim Lopes se emperró en sostener el suyo y, otra vez, la desestructura falta de matices y reflexión sincera y trabajosa, se hizo estructura negativa.
Pietro Sorba, un conocido periodista enogastronómico, declaró hace poco estar arrepentido de haber contribuido a crear el monstruo de la comida fashion, fusión, gourmet, nouvelle cuisine, conceptuales y varios etcéteras más que permiten (y de acá en adelante le saco la palabra a Pietro Sorba y la tomo yo) bajo el paraguas de la desestructuración, enmascarar (y endiosar) a una sarta de chantas lamentables que antes de tocar una olla, tan desestructurados, tan libres ellos, debieron haber tenido la honestidad de hacer unos buenos pucheros, guisos de mondongo o sesos a la romana. De nuevo, con las muchas excepciones que hay y respeto, la desestructura del vale todo y el hacer lo que se me da la gana, es en este caso la estructura de un chantún sin conciencia ni culpa.
Podría seguir con otros campos, pero entre que no forman parte del espectro de mi interés y que este post se haría demasiado largo (y estructurado), les dejo a ustedes para que aporten en caso de estar de acuerdo. No obstante me parece suficiente para mostrar que, como muchas otras variables, la función estructura se aproxima a la de una circunferencia, es decir, en el confín de la desestructura uno se encuentra con el inicio de la estructura, aunque, por tratarse de una función continua, una carrada de desestructurados, cuando estuvieron en el 0° rajaron para la izquierda y, sin solución de continuidad, se pararon en el 360° sin recorrer por el 45, el 90, el 180, el 270 e intermedios, de manera que no tuvieron más chance que la de transformarse en los mayores estructurados, verdaderos adalides de la estructura que tanto denigran: la estructura de la desestructura.
Es en la literatura, es en el fútbol, es en la cocina…es en la vida, también es en la vida. Así que che, desestructuremos un poquito la no-estructura, un poquito, no es cuestión tampoco de que se pasen de rosca, sólo es cuestión de tratar de ser mejor gente.

viernes, 20 de febrero de 2009

El moco

Llueve y encima ando melancólico, tenía ganas de postear algo y no se me ocurría qué, "El moco" es el primer cuento mío que salió publicado en algún lado (Abrapalabra, Centro Cultural Tato Bores, Noviembre de 1998) . Lo toquetearía, pero mejor no.

"Desde chiquito le gustaba hurgarse la nariz. Gutiérrez disfrutaba conseguir esos mocos consistentes y voluminosos, ni muy secos ni muy húmedos, con una forma, textura y tamaño tal, que permitían extraerlos con facilidad. Se decepcionaba cuando sólo lograba una pasta húmeda y pegajosa, o también si el producido eran nada más que minúsculas partículas secas y endurecidas.
A menudo era sorprendido en público por miradas de asco, porque le resultaba imposible reprimirse aún en las situaciones más inoportunas y, una vez lanzado a la captura, no podía detener sus indisimulables maniobras.
Una vez retenido entre los dedos, le complacía amasarlo suavemente hasta aglutinarlo en una bolita blanda, de color pardo o verdusco. Cuando la consideraba a punto, la dejaba sobre la yema del pulgar y la lanzaba al aire con el impulso de la uña del dedo índice o el mayor. Después, frotaba enérgicamente los dedos para desprenderme de esos oscuros hilitos residuales que se le quedaban pegoteados.
A veces el bollito estaba todavía demasiado viscoso; entonces no se desprendía y quedaba adherido obstinadamente a la uña. En esos casos, pacientemente lo deslizaba una y otra vez por la punta de los dedos, intercalando de vez en cuando nuevos intentos para despedirlo. Solía ocurrir que la tarea se veía interrumpida por alguna circunstancia imprevista, como tener que dar la mano, recibir un vuelto o desabrocharse la bragueta, casos en los que no tenía más remedio que buscar rápidamente un oculto lugar cercano donde restregar la mano para desembarazarse de la tibia bolita.
No obstante, siempre registraba maniáticamente su destino. Por eso, después de haber limpiado prolijamente las huellas y montado una perfecta escena, todavía no se explica donde dejó el moco con el que analizaron su ADN y descubrieron que lo del gerente no había sido suicidio."

lunes, 12 de enero de 2009

La militancia y el talento

Llegado el fin del año pasado, en parvas de revistas y diarios pulularon suplementos referidos a lo más destacado del 2008 en varias disciplinas. Y por supuesto que literatura fue una de ellas.
Más allá de los podios de los escritores y/o críticos “entendidos”, tuve la suerte de leer mucho en el 2008 y tengo mi propio podio, seguramente tan parcial y caprichoso como el de la Ñ, la ADN o cosas por el estilo, y sin duda basado en un espectro más incompleto.
No obstante, tanto de mi lista como las de otros, veo con envidia y tristeza el cúmulo de publicaciones que vieron la luz en 2008, traccionadas menos por el talento que por la militancia del escritor.
La envidia es porque me gustaría tener la pasión de los que han apostado su vida a la literatura y, cagándose en los riesgos de no aplicarse a un trabajo convencional con garantía de mesa servida hasta fin de mes, han consagrado la mayor parte de su tiempo a escribir y a pelear la trascendencia de sus novelas, cuentos o poesías, a través de una militancia sin concesiones. Y tristeza porque intuyo que el premio a tanto esfuerzo, tanta honestidad vocacional, tanto compromiso con sus hijos literarios, sólo será —y en el mejor de los casos— un par de libros publicados, algún artículo en los diarios, uno que otro viaje, algún premio o mención y no mucho más, porque pasada la ola en la que los montó la militancia, solamente un gran e inusual talento hace perdurable a un escritor y a su obra, así lo certifican un repaso con cierto rigor de la lista de publicados durante las tres o cuatro últimas décadas o las mesas de 3 por 10 pesos de las librerías de viejo de la calle Corrientes.
De todas formas, prevalece mi admiración por la militancia. No todos los que fueron publicados por estos tiempos, muy probablemente ninguno, serán Maradonas o Batistutas, pero qué daría yo por haber jugado en la primera de Colón, aunque apenas hubiera sido el último minuto de descuento, de un solo partido intrascendente, de algún Nacional B para el olvido.