viernes, 30 de octubre de 2015



Palmetto ladrón


Juan Palmetto, vecino de La Partenal y concejal por el oficialismo, contaba a quien le oyese que gracias al fenomenal crecimiento de las ventas en su tiendita, al fin había podido regalarse algunos lujos.
Por ese mismo tiempo, en el local abandonado de una antigua farmacia del barrio, aparecieron unas pintadas en su contra. “Palmetto ladrón” decía en grandes y desparejas letras coloradas, sobre las oxidadas cortinas metálicas de la puerta del frente y los ventanales laterales.
El negocio había cerrado definitivamente un par de años atrás luego del fallecimiento de Don Blas, su único dueño por casi cincuenta años. El deceso ocurrió tras un altercado durante una visita que hiciera Juan Palmetto. La discusión fue muy acalorada, algunos testigos refieren que Don Blas llegó a blandir amenazadoramente la cabeza alfileteada de Geniol.
El diablo le había dado unos cuantos sobrinos al farmaceútico, ninguno afecto por la venta de medicamentos, todos ávidos de lo que pudiera resultar de la liquidación de la farmacia. Los desacuerdos que siempre se producen en estos casos, hicieron que la cuestión se fuese dilatando y el local continuara cerrado y en franco deterioro.
Las cortinas metálicas habían sido otras veces blanco de pintadas, en general con leyendas más inocentes como “El bicho se la banca”, “Platense botón” o “Maricarmen se la come”. Los “Palmetto ladrón” de esta vez le resultaban al concejal una ofensa difícil de digerir. Un ramalazo de furia lo cruzaba cada vez que pasaba frente a la esquina de la farmacia. Finalmente se decidió y contrató un pintor para que tapase las inscripciones.
Cuando el hombre estaba en plena tarea se hizo presente uno de los herederos de Don Blas y armó un escándalo porque no habían pedido permiso a nadie de la familia. Impuesto de la situación, Palmetto llegó a un arreglo con los ocho parientes que se fueron dando cita. A la tardecita, y pese al impensado desembolso, un satisfecho Juan Palmetto observaba la última pincelada que acababa con la afrenta.
Le duró solamente esa noche. A la mañana siguiente, con un rojo más brillante y en letras de mayor tamaño, las cortinas metálicas lucían de nuevo los “Palmetto ladrón”.
La cólera enturbió sus pensamientos y lo único que se le ocurrió, para beneplácito del pintor y el de la pinturería, fue insistir en taparlos.
Al otro día las pintadas habían reaparecido. Loco de rabia, Palmetto contrató a dos guardias privados para que vigilaran durante la noche. Los tipos no tomaron la cosa muy en serio y dormitaron todo el tiempo sentados en la vereda. Por la mañana el concejal los despertó enardecido, mostrándoles las gruesas letras rojas de los “Palmetto ladrón”.
Contrató por el doble a otros mejor recomendados y los conminó a que cumpliesen su trabajo con verdadera profesionalidad. Al amanecer, estaban de nuevo las pintadas sobre las cortinas metálicas. Los hombres juraban que nadie se había acercado al frente de la farmacia.
Dejálos viejo que se mueran en su propio veneno, le aconsejó Doña Josefina a su marido, no vale la pena seguir gastando plata. Solamente logró enojarlo más. No entiendo cómo podés ser tan burra, le gritó, mejor calláte y seguí rascándote el higo tranquila.
A la noche siguiente, una nueva pareja de guardias no se permitió siquiera un parpadeo. Al otro día, pasmados y temerosos, en un tartamudeo apenas entendible, le relataron a Palmetto que cerca de las seis las leyendas habían brotado ante sus ojos, sin que absolutamente nadie interviniese.
El concejal despidió a los vigías sin más y él mismo, armado de una escopeta de cartuchos y un termo de café, se dispuso a montar custodia frente a las cortinas metálicas vueltas a repintar.
La primer noche lo atribuyó a las gotas que contenía el café, tras la segunda consultó a un médico de confianza, a la tercera la emprendió a tiros contra los “Palmetto ladrón” y violentó la puerta del frente buscando al responsable en el interior. Solamente se encontró con decenas de lauchas.
Debió comparecer ante la comisaría y el Juzgado de Faltas, recibió reprimendas en el Concejo Deliberante y tuvo que afrontar los resarcimientos por daños a los sobrinos de Don Blas, que a esa altura sumaban veintitrés.
Se las agarró con el pintor, acusándolo de que seguramente en contubernio con algún paraguayo de mierda igual que él, hacían aparecer las pintadas para seguir trabajando. Asesorado por un abogado de por ahí, el pintor le inició una demanda por discriminación y xenofobia, más otra laboral por falta de una contratación en regla.
Palmetto se obsesionó con librarse de las rebeldes pintadas de vida propia y continuó intentando de todo. Contrató a pintores de toda laya y nacionalidad, quitó las cortinas metálicas y tapió las aberturas, finalmente cubrió todo el frente con una empalizada. No le importó que cada acción le demandara pedidos de permiso y consecuentes pagos a los treinta y cinco herederos.
Todo en vano, en el metal, el ladrillo o la madera, el alma de la farmacia seguía escribiendo “Palmetto ladrón” día tras día. La desesperación del edil arreciaba, no dormía bien, apenas probaba bocado y sus nervios lo hacían estallar por cualquier estupidez.
Una tardecita rumbeó a lo de una bruja que atendía en Villa Fiorito. Cumpliendo las instrucciones recibidas, llevaba consigo una bolsita llena con rayaduras de las pintadas, un terrón de la tumba de Don Blas y un frasquito con la primer orina de la mañana.
La mujer hizo lo suyo ceremoniosamente. Palmetto regresó a La Partenal muy esperanzado y durmió tranquilamente hasta pasadas las diez.
A las once y cinco estaba emprendiéndolas a patadas contra la puerta de la casilla donde vivía la bruja. No sabiendo con qué defenderse, a la hechicera se le ocurrió decir que sus encantamientos solamente fallaban cuando eran sobrevolados por las energías negativas de una esposa infiel.
A la pobre Doña Josefina la sacaron entre tres policías de las manos de Palmetto. El divorcio le costó la casa, la tienda y el auto, el departamento de Mar del Plata, la quinta y casi toda lo depositado en una cuenta de EEUU.
Palmetto acabó por perder la poca dósis de cordura que le quedaba y un domingo, muy temprano, fue hasta el corralón municipal y salió armardo con una topadora de las grandes.
La vieja construcción no opuso mucha resistencia y la policía tardó demasiado en llegar. El local quedó casi reducido a escombros. Poco ducho en estas lides, una viga del techo lo mandó al hospital. Pese a las graves heridas, Palmetto reía a carcajadas.
Seis meses después tuvo que afrontar la destitución en el Concejo, las cuantiosas demandas de los herederos y una temporada en la cárcel. Quebrado, preso, sin mujer y sin medios, nada velaba su satisfacción. Las paredes del calabozo lo vieron caminar con aires de triunfo y una imborrable sonrisa de oreja a oreja.
Ni bien obtuvo la libertad, Juan Palmetto dirigió sus pasos hacia las ruinas del establecimiento, dispuesto a solazarse con la visión de su victoria definitiva.

El ex-concejal reside actualmente en un manicomio de Córdoba. Los herederos de Don Blas todavía no se han puesto de acuerdo sobre cómo repartir la herencia. En el terreno de la otrora farmacia, sobre los restos de una parecita que permaneció milagrosamente enhiesta, aunque ya medio difuso y descolorido, sigue diciendo “Palmetto ladrón”.
Y más abajo, surgido como al descuido, con caritas sonrientes en el interior de cada o, puede leerse: “...y pelotudo”.

viernes, 3 de abril de 2015

Viernes Santo

Estaba tranquilo, apenas eran las once y ya tenía mi lugar en la cola del puesto de pescados de la feria, con tiempo suficiente para comprar un par de filets de merluza y hacérmelos a la romana para el mediodía, con eso y una lata de sardinas con cebolla para la noche chau picho, calculaba, cumplido el hombre con no comer carne en viernes santo. Lejos los tiempos de paella, pulpo a la gallega o chupín de congrio, todavía tengo para comer, pensaba para consolarme, peor están los pescados me dije, mirá si no esa boga con cara de yo estaba nadando lo más pancha y por culpa de no ser chancho, tener que aguantar que me coma esta gorda angurrienta que me revisa como si supiera de pescados, pensé yo que la boga hubiera pensado, aunque seguro la boga le hubiera visto cara de chancha, o se la hubiera visto cuando andaba vivita y coleando me corregí para mis adentros, y no ahora así toda congelada la pobrecita, aunque enseguida me corregí de nuevo, porque si esta gorda se hubiese subido a un bote para mirar a una boga viva seguro lo hundía, un botecito sí me cuestioné, porque la gorda estaba comprando langostinos, así que al marido debía darle como para una lancha capaz de aguantar semejante peso, aunque si el marido tenía una lancha, seguro que era para usarla con un fato y no con este bagayo con cara de boga, pensé yo que la boga hubiera pensado, aunque seguro la boga le hubiera visto cara de chancha, o se la hubiera visto cuando andaba vivita y coleando. La cuestión es que pensando, pensando, una menos en la cola me alivié viéndome más cerca del mostrador, a ver esta qué compra, me entretuve con la siguiente, vieyras pidió la agrandada, ¿vieyras?, de qué se la da esta, me calenté diciéndome que ahora compraba vieyras y que en lo que quedaba de abril iba a tener que comer cogote, ¡vieyras!, y en su cáscara, en su valva, en su concha, me distraje con lo rica que estaba la mocosa a la que le tocó después, jamón, jamón, bah, filé, filé, en realidad fue lo que me vino a la mente, decí que era viernes santo que si no, me dije evitándome un seguro fracaso mientras oía que aquel angelito del pecado pedía pejerreyecitos enteros, muy lindos los pejerreyecitos pensé, bien presentados con su colita y su cabecita pero a la hora de comer, pura piel y espinas, seguro esta turrita se los va a cocinar al novio, no sé para qué, me enojé, porque en lo único que el guacho iba a estar pensando sería en terminar de comer rápido esa porquería quemada que iba a salirle a la sirenita y apretársela de una vez por más viernes santo que fuese, bueno listo, me alegré cuando ví más cercano mi turno porque le tocó al que estaba delante de mí, pulpo quería el quía, ¿chileno o español?, ¿cuál me recomienda?, y...depende de su bolsillo, se enredó meta y ponga con el puestero, ¿qué esperaba ese nabo que le dijeran?, más bien que le terminó encajando el español, tuve ganas de decirle que mejor fuese al super de la vuelta a comprarse una lata de la caballa en oferta, que seguro a la patrona una empanada gallega no le iba a salir mal.
Entre pitos y flautas por fin me tocó y justo se armó el batifondo, dos filets grandes sin espinas, me comí como un duque la mirada de asco del puestero, ¿qué querés, que te pida langosta?, tuve ganas de decirle pero me aguanté, yo tranquilito hasta no va que llega una mujer con una bolsa de calamares, mire lo que me vendió, están todos pasados, que digo pasados, podridos están, mire, mire, le gritaba a más no poder, y va que saca los calamares que la verdad, una baranda que mama mía, y como el puestero ponía cara de cómo me ofende así, a la mujer no se le ocurre mejor idea que querer ponerme de testigo y hacermelos oler, huela y diga usted si no, justo a mí que soy tan delicado de estómago, la cuestión es que casi me estampa los calamares en la jeta y terminé vomitando la pascualina de la noche encima de la bacha con los cornalitos, pobres bichos, quedaron hechos un estropicio, cualquier despistado que justo hubiese pasado seguro pensaba que ya estaban hechos a la provenzal, aunque no creo, porque entre la inumndicia del calamar y los cornalitos a la bilis de pascualina, la pescadería era una peste, o casi, porque una peste completa fue cuando los calamares fueron a parar al piso y patinosos como son, cuando los pisé me caí de traste junto con la bacha de los camarones y la de los berberechos, de las que me quise agarrar para no perder pie y para colmo, a la mujer de los calamares se ve que le dí lástima por habérmelos hecho oler, porque trató de sujetarme y lo único que consiguió fue ir al piso ella también, pero no sola, sino que arrastró a otro cliente que se conoce venía de pasar por el almacén, porque en la bolsa llevaba leche, huevos y aceite, que con cliente y todo también se desparramaron y empezaron a batirse con los mariscos, los cornalitos y el vómito, una tortilla asquerosa y todo el mundo a las carcajadas, menos el puestero que con los ojos abiertos como dos huevos de pascua de los grandes, gritaba como un desaforado y decía que teníamos que pagarle por toda la mercadería arruinada y la mujer tirándole a la cara los calamares podridos y el cliente del almacén revisando a ver si algún huevo se había salvado y agarrándoselas conmigo, igual que una viejita, seguro de esas a las que el puestero les regala las cabezas y los espinazos para hacer caldo, que me decía que eso pasaba por tomar tan temprano.
Hacía rato que el comisario me venía apurando de malas maneras, para que acabase con mi declaración de una buena vez, es más, cuando me quedé mudo viendo como dos agentes salían de un cuartito, arrastrando de los pelos a un tipo con la cara llena de moretones, pegó un puñetazo sobre la mesa y a los gritos me dijo que me concentrara y dejase de andar husmeando en lo que no me importaba, que bastante delicada era mi situación como para meterme en asuntos ajenos, así que cuando terminé de contar lo que había pasado, resopló como si recién se hubiera sacado los borceguíes, le preguntó al sumariante si había escrito todo y el sumariante, haciéndose el interesante, sacó la hoja de la Olivetti y sin decir nada se la alcanzó haciendo una reverencia que casi se cae de cabeza. El milico apenas si revisó el papel y me lo pasó, ordenando que lo leyera rápido y firmase, pero resulta que en la hoja no estaba escrito nada de lo que yo había dicho, sino que me comprometía a pagarle al de la pescadería tres kilos de berberechos, siete de cornalitos y cuatro de camarones, más un surubí entero que la verdad yo nunca había visto en el desparramo. Cuando estaba por protestar porque bien sabía que para pagar eso iba a tener que sacar un crédito, el comisario me dijo que bastante barato la había sacado y que le metiera porque se le enfriaba la pizza, abrió una caja grasienta que hacía un rato le había dejado un agente sobre el escritorio, ¡y para qué!, pegó un alarido como si adentro hubiese habido un stronzo, entró el agente pizzero y se ligó un sermón bestial, que del todo no me lo acuerdo bien pero que en lo principal lo trató de hereje malnacido, cómo va a traer pizza con jamón cuando estamos en vigilia, no le dije yo de mejillones y ananá, y muerto de miedo el canita le contestó que él la había pedido así, pero que el tano de la pizzería había contestado que pizzas así raras no hacía y que demasiado para ser de garrón, cállese antes de que lo meta en el calabozo le gritoneó el comisario antes de sacarlo carpiendo y ponerse a escarbar en la pizza para arrancarle todas las fetas de jamón que encontró, no convido porque tenemos prohibido gastar fondos públicos con los demorados, se disculpó con la boca llena mientras se manducaba media porción por cada mordiscón. Cuando a ese ritmo ya iba por media pizza, paró para empujarse el último bocado con un trago que empinó de una botella de Coca pero que no tenía Coca, y ahí se enojó más, porque a puro bramido me dijo que si no veía lo ocupado que estaba, que dejase de mirarlo como un mamerto y firmase de una vez, así que yo firmé y listo, no fuera cosa que me agregaran más mariscos a la cuenta, entonces el comisario se quedó satisfecho y hasta me había pasado la mano para despedirse, aunque antes de que yo pudiese agarrarla, el tipo la retiró con cara de espanto, se metió cuatro dedos en la boca, los sacó con un cachito de jamón que se ve había quedado escondido en la pizza y de un tinclazo se la embocó al General San Martín en la charretera, todo mientras con la otra mano se hacía señales de la cruz una atrás de la otra.
Pensando en como iba a hacer para pagar, salí de la comisaría y me fui derecho a casa. Se habían hecho más de las dos de la tarde y tenía un hambre de novela, así que sin dar muchas vueltas, rescaté del congelador una costeleta y me la comí con dos huevos fritos, un felipe que había sobrado de la noche y media caja de blanco, que me tumbó en una siesta que mejor no la hubiera hecho, porque me la pasé soñando con un pescado de más de dos metros, pálido como una vieja de agua, que se me abalanzaba parado sobre la cola, pero nunca me agarraba, porque antes de que pudiera llegar hasta donde estaba las aletas se le transformaban en brazos y a las brazos le crecían manos, sobre las que de golpe me encontraba clavándoselas a una cruz, mientras al lado, el comisario se lavaba las manos y el puestero de la pescadería remojaba una esponja en vinagre. Así que ni bien me desperté —encima con una acidez bárbara— me vestí y rumbeé para la parroquia. Como el frente estaba en reparación, para entrar tuve que pasar por el refectorio y aunque ya casi eran las cinco, todavía no habían levantado los restos de una fuente con besugo a la vasca que seguro, pensé, había sido el almuerzo del cura de guardia. Salvo por tres viejas que estaban rezando un rosario en el frente, cerca del altar, la iglesia estaba vacía. Me acerqué al confesionario y aunque no había mucha luz, adentro descubrí durmiendo a una sotana marrón, de la que brotaba una perfecta pelada franciscana. Me arrodillé en el reclinatorio de la derecha y le pegué dos suaves golpes a la ventanita; recién cuando a la cuarta vez sacudí la ventanita de tres trompazos, escuché que la sotana se movía. La ventanita se abrió y junto al ave maría purísima recibí un eructo con el que me dí cuenta que la había pifiado, que en realidad el menú había sido bacalao a la vizcaína y no besugo a la vasca como había creído, y que además lo habían regado como para que el animalito no extrañara la humedad. Le respondí el sin pecado concebida tapándome la nariz y, para terminar rápido, enseguida confesé que había comido carne, por comisión o por omisión preguntó la sotana y en el apuro contesté que debió haber sido por comisión porque a la costeleta me la había comido toda, así que sin mucho más trámite la sotana me despachó con una penitencia de veinticinco padresnuestros, cincuenta avemarías, diez credos y no sé cuantos pésames, que con tal de no soñar más con el pescado crucificado me puse a rezar ahí mismo, pero me confundía con el rosario de las viejas y perdía la cuenta a cada rato, así que para cuando terminé, calculo que debo haber cumplido para varias pascuas con asado. Cuando salí, la iglesia empezaba a llenarse para el vía crucis. Se había hecho de noche.
Acabé el viernes santo mirando la tele, primero un partido de fútbol americano de los Delfines de Miami, después, un documental sobre los salmones que remontan el río para poner los huevos y, al final, recetas de vigilia en el canal de cocina, gastando el tiempo para que se hiciera sábado de gloria y poder comer con libertad, porque la verdad, de pescado no quería saber más nada. Para mi desgracia, a las doce en punto descubrí que la costeleta del almuerzo había sido la última, y que en la casa ni siquiera tenía una latita de paté de foie, así que no tuve más remedio que darle a las sardinas. Y sin cebolla, porque entre tantas idas y vueltas, ni por la verdulería había pasado. Para colmo tampoco pude dormir bien, porque aunque no volví a soñarme clavando en la cruz a la vieja del agua gigante, me la pasé toda la noche terminando de comer los pejerreyecitos en la casa de la mocosa de la pescadería, pero cada vez que enfilaba para el dormitorio se me aparecía la sotana cerrándome el paso y repitiendo espíritu santo, espíritu santo, y que dejara nomás, que él se iba a encargar.

sábado, 21 de enero de 2012

El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq


Las primeras sensaciones no me fueron gratas. Tal vez influyó la gran expectativa con la que empecé a leer a este tipo, el esperar a que todo fuera perfecto, pero de entrada me pareció que el abordaje sencillo y la fluidez de la prosa enmascaraban desprolijidades e imperfecciones del texto. De todas formas, hay que ser prudente cuando se trata de traducciones, pero siendo que se trataba de una traducción de Anagrama…
Después me molestó, y esto, a diferencia de lo de la prosa, me siguió molestando a lo largo de toda la novela, las referencias frecuentes a marcas de productos y excesivos detalles de sus atributos, aun cuando esos detalles no sumaban absolutamente nada a la circunstancia que se relataba, por ejemplo los óleos, cuando el protagonista se dedica a la pintura, o el Audi que maneja cuando se vuelve rico, cobran ribetes de “chivos”.
Pero ahí se te me terminan las críticas negativas, que ahora, terminada la novela y teniendo reunido todo el conjunto, incluso me parecen superficiales y menores al lado de los méritos. Y, relacionado con lo de los “chivos”, no forma parte de la queja, en razón de lo que digo en el párrafo que sigue, la trascendencia que tiene la Guía Michelin cuando Jed Martin, el protagonista de la novela, se dedica a fotografiar mapas de la susodicha guía.
La primera cosa buena es el título de la obra, ¿qué puede haber detrás de un título así?, ¿cómo hacer para sostener a lo largo de toda la novela lo que sea que haya?, ¿no será excesivamente pretencioso?, algunas de las preguntas que me hacía antes de empezar a leer. Nada pretencioso, al contrario, una elección notable, fácil de comprender y profunda a la vez, justificada y alimentada todo el tiempo a partir de su revelación, el mapa y el territorio, su sentido, el concepto emergente (en la cabeza y el espíritu del protagonista y varios de los personajes que lo rodean, sea de modo consciente o no) del mapa más importante que el territorio, me siguió, me sigue repicando unos cuantos días después de haber leído la última página. Y en mi entender eso ocurre así de intenso porque Jed Martin y el resto de los personajes más destacados (en mi ranking el padre, Olga que es una especie de novia o amante, el mismo Houellebecq que se asigna un rol y Jasselin, un comisario cuando la novela da un giro a thriller) están muy bien construidos y por eso resultan tan verosímiles, que uno lector acepta como palabra santa lo que dicen, piensan o sienten.
Más allá de que la novela es muy palatable (enseguida se me pasaron esos disgustos de la prosa que comenté al principio), muy rápido uno se da cuenta que Houellebecq está diciendo muchas cosas por abajo del texto, y en el caso de “El mapa y el territorio” no tanta filosofía (igual tiene) como escuché que hay en varias de las novelas precedentes (no me consta, ésta es lo único que le leí completo, ahora estoy arrancando con “Las partículas elementales” y pareciera que sí), sino más bien ironía y mordacidad con cuestiones como el culto de la imagen y la entrega a fenómenos económicos decadentes (incluyendo al mundo del arte), una entrega mansa pese a que quienes se entregan saben, algunos con más certeza o conciencia que otros, del sin destino al que van por ese camino. La última cena con el padre (complementada con las reflexiones de Jed Martin cuando revisa cosas de su progenitor en la casa que acaba de vender) y el último encuentro con Franz (su galerista cuando se transforma en pintor) son, pese a la emotividad, ejemplos tristes y angustiantes del pesimismo adonde nos hace desembocar Houellebecq, al cabo de los trances no tan desagradables por los que nos hizo pasar antes su ironía.
En ese sentido, “El mapa y el territorio” podría ser una especie de ensayo novelado. Y al respecto hay en la novela otra cuestión, que después de algunas dudas la menciono entre sus méritos, y es que Houellebecq no se priva de hacer gala de su erudición. La duda surge a partir de que un lector como yo, ignorante de muchas de las referencias a pensadores y artistas varios, se quedó afuera y probablemente no entendió en su totalidad unos cuantos tramos del texto, por ejemplo la cita a William Morris y lo que desde allí se desencadena, pero al cabo me inclino por la positiva, un poco porque Houellebecq no tiene la culpa de mi ignorancia, y otro porque el tipo se compadece y no me deja tan en bolas, sino que deja caer algún que otro guiño conceptual, lo que al menos me permitió asomarme al de qué se trataba.
Sigo, son orden ni concierto, sólo a medida que me acuerdo. Hay dos encuentros entre Jed Martin y Michel Houellebecq (como dije antes, cuando deviene en personaje de la novela) que son excelentes, menos por cómo están relatados (completos, detallados, es como si uno estuviera ahí) que por los diálogos, magníficos, que sostienen. Esos dos encuentros están entre lo mejor conseguido de entre unas cuantas bien conseguidas.
La novela está organizada en una introducción (breve para ser introducción), tres partes y un epílogo (largo para ser epílogo). Si me viera en la obligación de elegir, diría que ese epílogo es lo que más me gustó, me quedaban treinta páginas, eran como las 2 de la mañana, me caía de sueño y lo mismo no podía parar de leer. Y ojo, no se trataba de la ansiedad propia de llegar a develar un enigma, porque a esa altura ya estaba develado el enigma creado en la tercera parte, tampoco el llegar a la resolución final en términos de sucesos (que de paso, es una resolución bastante formalita en esos términos, no está ahí lo mejor del final), sino que era la necesidad de seguir escuchando las voces más internas de los personajes que a esa altura subsistían, voces que ahora se me ocurren, son durante ese final de la novela, el momento en que el escritor más las usa para decir él Houellebecq lo que quiere decir.
De todas maneras, llenarme la boca con el epílogo no pretende restarle elogio a lo demás, un tipo que nos agarra de entrada hablando de una pavada como una caldera rota y ya no nos suelta más, es porque fabricó un texto casi sin altibajos (quizás la parte del romance con Olga caiga un poco). Sí y a no confundir con altibajos, tiene ritmos distintos, lo que acaba resultando muy adecuado y funcional a la trama.
De las reseñas y críticas que leí, la que más me identifica y por eso termino transcribiendo una partecita, es la de Nuria Azancot para “El Mundo”: “El mapa y el territorio es su última gran provocación, una bomba de relojería contra el arte moderno y la cultura contemporánea…El final resulta, inevitablemente, desolador: sólo quedan la impostura y la muerte, pero antes se suceden páginas llenas de amor y derrotas”.

domingo, 15 de enero de 2012

El colado, un cuento mío

Es viejo, del 2001, pero tuve ganas de subirlo cuando leí hoy en Clarín una nota de gente que se especializa em colarse a eventos (http://www.clarin.com/ciudades/Codigos-tacticas-Confusas-expertos-fiestas_0_628137307.html)

EL COLADO

Los inicios
La primera vez fue por accidente. Aquella tarde busqué refugio de una tormenta en la galería de un pequeño teatro. Esperando a que parara la lluvia, me entretuve leyendo el cartel sobre un atril a la entrada, que anunciaba para las 16:00 una conferencia sobre ya no me acuerdo qué. Miré la hora, eran las cuatro y media pasadas. No había podido almorzar y el mal tiempo me estimulaba el apetito. Un aroma a café provino del hall del teatrito cuando uno que llegaba con retraso, transpuso las puertas batientes que franqueaban la entrada. Ingresé tras él. Un gordo de traje negro se nos acercó enseguida. Con amabilidad, nos dijo:
—Para entrar van a tener que esperar al primer receso, es en quince minutos, sepan disculpar pero el licenciado pidió expresamente que no hubiese interrupciones en medio de su disertación —Y señalando hacia una mesa redonda ubicada a su derecha:
—Si gustan pueden tomar café y comer alguna masita. —Bingo. El café era bueno y las masitas deliciosas, yo me ensañé con las bombas de crema y los arrollados de dulce de leche. El otro en cambio, muy contrariado, rechazó el ofrecimiento de mala manera y se puso a dar vueltas por el hall. El gordo, compungido ante la actitud de mi compañero, me susurró:
—Yo no tengo la culpa, son órdenes del licenciado, vio como es esta gente.
—No se preocupe, yo lo entiendo perfectamente —me vi obligado a consolar después de empujar un alfajor de maizena con el último trago de café que me quedaba. Contento y solícito, el gordo tomó la jarra térmica y volvió a llenarme el pocillo.
Al producirse el receso, unas señoritas ataviadas con elegantes trajecitos lila repusieron café y masas y agregaron a la mesa triples de miga y gaseosas. Los asistentes a la conferencia inundaron el hall, aunque se mostraron reticentes a consumir, unos pocos se acercaban a la mesa y con cierta vergüenza, comían algún que otro sandwichito. Ante tan escasa competencia, me di una panzada. Cuando anunciaron el fin de receso, aproveché el tránsito que se produjo en el hall y escapé a la calle.
La segunda vez no me fue tan bien. Mi inexperiencia hizo que no caracterizara bien la calidad de la conferencia. Todo fue más pobre, no había nada de comer y, para beber, solamente café aguado y jugo, de esos instantáneos que se hacen con polvitos que huelen a caramelos Sugus. Para colmo, una mina se empecinó en querer levantarme así que cuando hubo que reingresar a la sala, la tenía pegoteada, no me pude escabullir y tuve que soportar casi dos horas de filminas con un plomo usándolas para explicar "El comportamiento tribal en nuestros días", tal el tema de la conferencia, una de las inolvidables a las que asistí, aunque por motivos opuestos a los de muchas otras que vinieron después.

Un gran éxito
Para la siguiente oportunidad me informé con anticipación y, enterado de los detalles, subí la apuesta. Era preciso tener invitación, lo cual suponía un obstáculo difícil de sortear, pero como atractiva contrapartida, luego del acto de apertura los organizadores agasajaban a los participantes con un almuerzo en un famoso restaurante, uno de los más caros de la ciudad. El día previsto me vestí con un ambo rescatado de mejores tiempos y llegué al sitio —el auditorio de un colegio profesional— con suficiente antelación para observar el procedimiento con que controlaban las registraciones y estudiar la manera de burlarlo. Salí del edificio y regresé justo sobre la hora, cargado con una docena de carpetas baratas que compré en una librería cercana. Antes de entrar, me revolví los pelos y desaliñé la corbata. La conferencia era en el primer piso; descartando el ascensor, subí las escaleras salvando de a dos los peldaños y, cuando llegué al escritorio de la recepcionista, simulé un tropezón y, haciendo caer mis carpetas, derramé una jarra con agua que había sobre la mesa. En medio de la confusión que se creó y, mientras la recepcionista intentaba ordenar el chiquero en que se habían transformado sus papeles, no me resultó difícil apoderarme de una de las acreditaciones, mi salvoconducto al almuerzo. Tenía todo tan bien calculado que inclusive rescaté mis carpetas (pensé que podían servirme en otra ocasión) y hasta me llevé el kit que se entregaba a los invitados: una coqueta carpeta con hojas en blanco para tomar apuntes, un bolígrafo con capuchón plateado y el pin identificatorio. Me acomodé el pin en la solapa, abroché la acreditación sobre el bolsillo del saco y, entremezclado entre serios y apurados asistentes, ingresé al salón de actos y me instalé en una de las últimas butacas. El corazón me latía con fuerza y, temiendo ser descubierto, estuve un buen rato vigilando la entrada por el rabillo del ojo. Cuando se apagaron las luces de ambiente y dio comienzo el acto, suspiré aliviado. Soporté estoico cuatro almibarados discursos de otros tantos carcamanes que, con envidiable espíritu olímpico, compitieron en frases hechas y lugares comunes para ver quien halagaba más y mejor a sus colegas presentes. La intensidad de los aplausos cuando acabó el último de los cuatro, mostraron claramente que el auditorio saludaba con la misma euforia que yo, el final de las insoportables peroratas de apertura. Salimos a la calle; una docena de combis nos aguardaba para el traslado al restaurante. En cada una, choferes con caras aburridas controlaban descuidadamente que cada uno de los que ascendíamos llevara la correspondiente acreditación. Los camareros que nos recibieron en la puerta del restaurante, aplicaron el mismo mecanismo de verificación. Era evidente que para mi fortuna, choferes y camareros habían recibido la orden de ser discretos, orden que con presteza ellos habían adaptado a no dar mucha bolilla al control.
— ¿De qué organismo viene usted?
La pregunta me la hizo mi compañero de asiento durante el traslado, un muchacho al que, para mi desgracia, seguro que la mamá y el papá debieron haberle enseñado reglas de urbanidad. No obstante, sorteé fácil el inconveniente.
—Ninguno, yo soy consultor individual —le respondí seco, repitiendo lo que había escuchado de un pelado con aspecto de tísico, mientras estaba en el salón durante los prolegómenos a los discursos.
—Ah, qué bien —contestó el educado.
Me dio ganas de torturarlo y preguntarle que por qué estaba bien, pero preferí ser prudente y, como me lo había propuesto, mantenerme lo más callado posible. Aproveché su turbación y me quedé mirando por la ventanilla sin prestarle más atención. Cuando llegamos, el muchacho respondió a su índole y me cedió el paso con gentileza.
Una vez adentro del resturante, me aparté en un rincón para observar el panorama con comodidad. En un amplio sector al fondo del local, habían dispuesto varias mesas redondas con capacidad para unos ocho comensales cada una. No había previsto la alternativa de que hubiera sitios preasignados, eso recién se me ocurrió cuando vi las mesas y me cagué todo. Pero no, no había sitios preasignados.
Tenía claro que mi presencia cerca de los conspicuos resultaría sospechosa, así que prudente elegí una de las mesas apartadas. Cuando ocupé mi asiento, aparecieron dos problemas: el primero, que inmediatamente después se sentó a la misma mesa el pendejo de la combi y el segundo, la cantidad de tenedores, cucharas y cuchillos a los lados de mi plato. Un problema resolvió al otro: el pibito bien se sabía de pé a pá sus lecciones de ceremonial, así que sólo tuve que imitarlo en todo lo que él hacía. Decidí agradecerle dirigiéndole la palabra. Además, no podía permanecer con la boca cerrada durante todo el almuerzo y me pareció que el chico instruido sería una pantalla poco riesgosa.
— ¿Conoce el menú? —le pregunté.
—No tengo idea y en realidad no me preocupa. Estoy tan ansioso de escuchar la disertación del arquitecto Gómez Cabout, que para mí este almuerzo es una pérdida de tiempo —me respondió en voz baja, como si deseara no ser escuchado por el resto de los comensales. Pensé que no estaba mal que me viera como a un cómplice.
—Lo mismo me sucede a mí —repliqué en el mismo tono.
—Gabriel García Perezutti —dijo tendiendo su mano. No pude repimir una sonrisa, los García que quieren trepar en la sociedad, no toleran un apellido tan ordinario y pretenden arreglar la cosa agregándose el de la mamá. García interpretó mi sonrisa como un gesto cordial. Le apreté la mano con fuerza, al tiempo que me presentaba:
—Orlando Bongiovanni Cortez —No podía ser menos que él.
Hasta que sirvieron la entrada, cuatro langostinos gigantescos bañados con una salsa de gírgolas, García se puso cargoso hablando de estilos arquitectónicos de vanguardia. Por suerte, pertenecía a esa clase de gente que se complace en alardear conocimientos, de modo que con el mero trámite de intercalar un ¿Qué opina de Le Corbussier?, (en esta y muchísimas oportunidades fue de gran utilidad saberse algún nombre emblemático) le abrí la puerta lo suficiente como para no tener que exponerme a decir algún bolazo. De todas formas, a la hora de comer, el imberbe arquitecto se olvidó de todo y puso sus mandíbulas en régimen de trabajo forzado. No abandonó sus buenos modales, pero no paró de masticar hasta no haberse devorado la última papita de la guarnición que acompañaba a las majestuosas costillas de cordero al romero del plato principal. Rechazó el café (desde luego que cualquier forma de vicio estaba alejadísima del niño, es más, ya había tenido el tupé de despreciar un exquisito vino ambarino) aunque hizo los debidos honores al postre, una mousse helada de miel y vainilla con gusto a edén. Torció el gesto cuando encendí un cigarrillo, así que distraídamente, le llené la cara de humo con mi primera bocanada.
Al salir del restaurante decidí que no subiría a la combi. Empecé a retrasarme respecto al grupo. Como García “Peresutti” no se me despegaba, le dije: —no voy a ir con ustedes, tengo un trámite impostergable por acá, promediando la tarde regresaré por mi cuenta.
— ¿Cómo? ¿Va a perderse la conferencia de Gómez Cabout? —preguntó reprendiendo mi sacrilegio.
Había alimentado tan bien el cuerpo, que no resistí la oportunidad de hacerle un regalo al espíritu: —claro pibe, ¿no sabés que Gómez se traga el pedazo? —le contesté. Sus desorbitados ojos de laucha llenaron mi cartón. Apurando el paso, me perdí a la vuelta de la esquina.

Fracaso y papelón
Sin alcanzar el nivel de la conferencia de los arquitectos, vinieron después varias muy satisfactorias. Mi experiencia crecía con cada evento, de modo que rara vez equivocaba mi apreciación previa respecto al nivel de las vituallas. Si bien hubo algunas en las que debí conformarme con módicas cantidades o calidades apenas dignas, casi siempre mis esfuerzos fueron premiados con exquisitos entremeses, bebidas y confituras. También perfeccioné mis técnicas de escapismo, así que optimicé mi actividad, acercándome bastante al ideal de mínima asistencia a las chácharas y máximo contacto con el servicio gastronómico. Además, gané en ingenio y osadía, normalmente me sentía más a gusto y me comportaba con más naturalidad que la mayoría de los invitados genuinos. No obstante, un día fatídico esta confianza me traicionó.
La oportunidad era pantagruélica. Una empresa fúnebre que intentaba ganar mercado en la ciudad, pretendía diferenciarse del resto y así obtener ventaja respecto a la competencia tradicional, imponiendo el sistema americano de brindar durante los velorios un completo servicio de comidas. Como parte del plan de difusión, “Cocherías Paraíso” invitaba a funcionarios de obras sociales, sindicatos, prepagas y organizaciones de toda laya que pudieran aportar clientela, a un seminario-taller que titulaban: “¿Cómo podemos ayudar a los deudos durante el tránsito de un ser querido a la eternidad?”. Despertaron mi interés porque prometían que una parte del programa consistiría en una muestra de su novedoso estilo.
Todo anduvo mal de entrada. La “muestra” iba recién a la noche del segundo día, así que no tuve más remedio que soportar un cúmulo de sandeces a cual más estúpida. Como ejemplo de su cuidado en todos los detalles, uno de los disertantes expresó que con discreción, debían averiguarse las comidas predilectas del fallecido, así no se las incluía en el menú y se evitaban momentos de melancólico dolor. Uno lo interrumpió y expresó que muy por el contrario, debían ser considerados especialmente los alimentos que más gozo le causaban al muerto, pues de esa forma los familiares sentirían su presencia viva. No es joda, el tipo dijo presencia viva. Para otro de los expositores, un aspecto crucial consistía en prever atención médica para los familiares directos, ya que durante las circunstancias aciagas, los jugos digestivos no actúan correctamente y la comida cae mal. Entonces se generalizó una discusión que enfrentó a dos grupos bien diferenciados, uno sosteniendo que de todas formas no había peligro porque la tristeza cerraba el estómago y el otro afirmando que de ninguna manera, que uno come mucho cuando está triste. Otro aspecto que mereció especial tratamiento, fue el referido al de los aromas, a partir de que alguien mencionó que durante los velatorios el perfume de las flores suele ser muy penetrante y la mezcla con los olores emanados por las comidas podría ocasionar más de un descompuesto. Aislar el área de comestibles de la correspondiente a depósitos de coronas, apareció como la alternativa de mayor consenso, hasta que un sindicalista barbudo manifestó que su gremio era pobre y sus salas muy pequeñas como para tenerlas aisladas una de otra. Entonces aprovechó la volada y salió diciendo que todo era culpa del Estado, de la falta de subsidios y de las desregulaciones, con lo cual hizo que saltara un funcionario de gobierno y se despachara con una filípica interminable en contra del movimiento obrero organizado. Como ven, todo muy lindo y entretenido.
Al fin, conmigo al borde de la inanición, llegó la anhelada festichola. Tras una fila de biombos decorados con motivos japoneses, como si buscaran incrementar la ansiedad y posterior sorpresa de los participantes, yacían los presuntos manjares. En lugar de largar de una buena vez, un presentador introdujo al principal ejecutivo de la firma, quien tomó la palabra y habló, habló y habló. Dos mozos estaban parados al lado de los biombos, esperando la orden de correrlos. Cuando llegó el momento, el ejecutivo dijo:
—Ahora, antes de pasar a degustar lo que hemos preparado para ustedes, una pequeña sorpresa. La compañía ha decidido premiar vuestra asistencia con un viaje a Masuchussets, donde funciona nuestra filial principal, naturalmente con todos los gastos pagos, para el ganador y un acompañante. Guiados por miembros de nuestra firma, se los invitará a visitar durante una semana a varios servicios fúnebres, de manera que puedan comprobar en persona la excelencia de nuestra prestación.
Mientras todos aplaudían chochos de la vida, una joven abundante se acercó con una urna. No imaginen mal, tuvieron el tino de que no se pareciera a una urna funeraria.
—Aquí están los números que se corresponden con el que ustedes tienen en las credenciales que recibieron cuando se acreditaron.
El ejecutivo metió una mano en la urna, mientras que con la otra se tapaba los ojos. Parecía un payaso. Tuve el impulso de arrancarme la credencial del bolsillo, pero desistí de la idea para no despertar sospechas y pensando que, entre tanta gente, no podía tener la mala suerte de que justo yo saliera sorteado. Ojalá hubiera respondido al impulso.
Para colmo, mi vecino más cercano era uno de esos imbéciles ávidos de protagonismo, así que una vez que se desencantó de no ser el feliz poseedor del número ganador, se puso a controlar en su entorno. Y me pescó antes de que pudiera escaparme.
— ¡Acá, acá el señor! —se puso a gritar el infeliz. Estoy seguro de que entre los invitados, había varios contratados con el objeto de dar brillo a la ceremonia, porque casi de inmediato me rodeó un grupo y empezó a aplaudirme, mientras incitaban al resto a que los imitaran. La de la urna se me acercó con rapidez, controló el numerito, está correcto dijo agitándose como una poseída y, tomándome del brazo, empezó a remolcarme hacia adelante. Imaginando lo que se avecinaba, yo caminaba arrastrando los pies.
— ¿Qué entidad nos honra enviándolo? —me espetó el empresario ni bien me tuvo a su lado.
Aunque sabía que me preguntaría eso, no había podido inventar nada durante el trayecto. Me quedé mudo.
—Está emocionado, otro aplauso por favor, a ver si lo sacamos de este estado de shock, no sea cosa que se nos muera de la alegría, justo a nosotros —Y festejándose, comenzó a batir palmas seguido por toda la concurrencia.
— ¿Puede ser un vaso con agua? —murmuré cuando se acallaron los aplausos y todos estaban pendientes de mí. El directivo frunció el ceño, miró hacia un costado e hizo una seña. Decidí que seguir callado no ayudaría y respondí con lo que me salió.
—Sindicato de Obreros Portuarios de Santa Cruz —dije con un hilo de voz.
— ¡Nuestros hermanos patagónicos! ¡Otro aplauso por favor! —zafé, me dije, mientras pensaba que el tipo tenía fantasías de conductor de programa de TV de domingo a la noche.
Sonreí aliviado y empecé a tejer ideas para ver como hacía para superar el nuevo desafío de aprovechar el viaje sin ser descubierto. Sin embargo, ¿pueden creer que había un tipo de Santa Cruz?, ¿pueden creer que se había venido desde la punta de la Argentina por esta ridiculez?, y lo que es peor, ¿pueden creer que era del Sindicato de Obreros Portuarios?
Los de seguridad me sacaron a patadas en el orto. Casi llegando a la puerta, alcancé a pegarle una trompada en la barriga a un gordinflón ensañado con mis pobres glúteos. El panzón se enfureció y me embocó un voleo de zurda que todavía me duele.
—Gordo maricón, cuando vos te mueras estos van a cocinar un chancho —dije ya en la calle.
El tonel ni mosquéo, se me rió en la cara y dijo: —Jaa, jaa, ja...muy gracioso, mejor picátelas antes de que te haga meter preso.
La burla del mamut acompañó la humillación de mi retirada. Caminé un par de cuadras rumiando la bronca. Me di cuenta de que tenía mucho hambre, siempre que había perspectivas de buena comida me ponía a dieta desde veinticuatro horas antes así aprovechaba mejor los festines y esta vez ni siquiera había desayunado. De pronto, me encontré frente a un bolichón sucio y mal iluminado. Controlé mi disponibilidad de fondos y entré. Un tufo a fritura del mes pasado se me estampó en la nariz. Parado contra la barra, pedí lo que podía pagar, un sandwich de mortadela con un pingüino chico de vino tinto.

Restañando las heridas
Después de un episodio tan catastrófico, tardé más de dos semanas en animarme a otra incursión. Durante ese lapso me la pasaba imponiéndome reglas de prudencia, la principal, que no hubiese seguridad o que fuera laxa. Si no se podía comer, que al menos pudiera irme con las nalgas en buen estado. Para recuperar confianza, tenté fortuna en acontecimientos que me parecían sencillos y de fácil abordaje: los cumpleaños de quince y los casamientos. Sencillos y de fácil abordaje resultaron, aunque sólo los más humildes. Parece mentira, los ricachones que hacen las fiestas más refinadas, son justamente los más celosos y miserables con la admisión. Y la generosidad de los otros nunca fue suficiente compensación para sus menúes, patéticos rollitos de fiambre con ensalada rusa, minúsculas supremas casi siempre frías, almendrados de supermercado, vinos tres cuarto de los económicos y sidra tibia. Fue un tiempo en el que me sentí como jugando en la C.
Para volver a primera, seleccioné un evento que parecía adecuarse perfectamente a la necesidad de una reaparición profesional sin riesgos. Sin embargo, la experiencia fue decepcionante. Era la presentación de un libro de poesías de un autor ignoto. Llegué al sitio de reunión —un bar en un barrio apartado del centro— y me instalé tranquilamente. Mi observación previa garantizaba que ahí no había peligro, nadie controlaba el acceso y nadie registraba invitados, al contrario, en ese momento y dada la escasa concurrencia, pensé que lejos de contrariarse, el poeta estaría contento de tener a unos cuantos “colados”. Un mozo diligente recorría las mesas, tomaba los pedidos, volvía enseguida con su bandeja colmada e inmediatamente después de servir, como para que nadie se le escape...¡le cobraba su consumición a cada uno! Una berretada. Igual que las poesías, y juro que en este juicio acerca de la obra del escritor, no estoy influido por haberme visto en la obligación de pagarme un cortado.
De todos modos no desmayé. Tampoco abandoné el mundo del arte, intuía que era una buena veta y que nada más debía acertar con el género correcto. Así encontré que las exposiciones de esculturas y pinturas, sobre todo la de esos artistas a los que no se les entiende nada, se adaptaban perfectamente a mis intenciones. Descubrí que en su ansia por encajarle a alguien las porquerías que hacen, pintores y escultores desconocidos arriesgan los dineros de sus mecenas, de ordinario maduritas no asumidas o vejetes calentones, en cócteles donde como queda mal andar controlando, cualquiera con aspecto un mínimo decente puede filtrarse con facilidad y andar a su libre albedrío entre la comida y la bebida. Debo advertir sin embargo, que no pude ser demasiado exigente. Si bien siempre hubo champagne del bueno, el afán snob de estos delirantes estropeó los sólidos. En la mayor parte de las exposiciones a las que fui, les agarró para el lado de la cocina asiática, así que ahí anduve, meta pescado crudo, arroz apelmazado, algas, tofu y semillas de amapola. De todas maneras no me quejo y recuerdo este período con gratitud, fue el trampolín que sirvió para encarar empresas más exigentes y gratificantes. Y además, aprendí a comer con palitos, lo cual no es nada trivial para estos tiempos de sushi, en que hay solamente dos clases de personas: las que sabemos manejar los palitos y los pobres desgraciados que no.


Regreso con gloria
Cuando leí el anuncio del cónclave de una congregación religiosa, di vuelta la página del diario, sólo sentí un dejo de nostalgia por el tiempo adolescente en que me colaba en el sitio de la reunión, un enorme cine del centro ahora devenido en templo. No obstante, una imperiosa urgencia de encarar otra vez un gran desafío se apoderó de mí y me resultó imposible dejar el tema de lado.
Superados los últimos resquemores, me puse planear el aventurado lance. Por fortuna tenía bastante tiempo para reunir antecedentes. Averigüé que la comunidad en cuestión había crecido con celeridad desde sus modestos comienzos en pequeños núcleos de la periferia y que, para aquel tiempo, se había transformado en poco menos que una corporación. Contaba con una multitud de seguidores que llenaban a diario instalaciones de culto diseminadas en todo el país y hasta tenía un programa en televisión abierta. Al cabo de diez días de asistencia perfecta a las ceremonias, conocía el terreno en detalle, había caracterizado en forma satisfactoria a personajes y situaciones y tenía muy bien estudiadas expresiones y actitudes por si era preciso imitarlas en medio de la convención. El motivo de la asamblea planeada era la conmemoración de los quinientos años de un glorioso episodio que, según sus ancestros fundadores, había dado origen a la orden (en rigor, nada espectacular comparado con los portentosos milagros expuestos por otras religiones con más tradición en el mercado, pero los tipos se las habían arreglado para darle un carácter mítico).
Al conocer el programa del jubileo me decepcioné. Comenzaba la tarde de un lunes, luego de unas oraciones de gracias, estaba pautado un brindis de bienvenida y nada más. El martes se dedicaba a conferencias por la mañana y mesas redondas por la tarde, el miércoles estaba signado como jornada de meditación y ayuno, el jueves más conferencias y mesas redondas. Recién en el cierre del día viernes, para cuando el programa mencionaba una cena de confraternidad, se hablaba de comida en serio.
Me felicito por haber seguido adelante a pesar de esa decepción inicial. Los pastores aquellos sabían vivir, nada de introitos larguísimos el día de la apertura, unos rezos rapiditos y de lleno al brindis ¡Y que brindis resultó ser! Jamás había estado en un banquete tan sibarítico. Compensó con creces las casi tres horas que me pasé escondido a la espera de la hora señalada, encerrado y en cuclillas sobre la tapa del inodoro de uno de los baños del primer piso. Bajé sintiendo mis piernas torturadas por los calambres y mis espaldas agarrotadas, aunque enseguida, la profusión de manjares divinos y elixires celestiales obraron cual pócima milagrosa en todo mi ser. Por un momento, sentí que Dios estaba allí dando pruebas de su existencia. Haciendo supremos esfuerzos para cuidar las formas e impedir que se notase mi glotonería, manejé los dedos con habilidad de punguista para sostener simultáneamente en una sola mano, hasta tres de los finos y delicados bocadillos que los mozos ponían continuamente delante de mí en rebosantes bandejas plateadas. Cuando estimé haber degustado al menos siete de cada uno, me muní de un plato de los más grandes y ataqué las delicias que estaban diseminadas sobre una extensa mesa decorada con motivos sacros tallados en frutas y esculpidos en hielo (el arte no quería abandonarme). En esa mesa estuvo lo mejor de todo, langosta, faisán, cochinillo, lomo de ciervo, salmón y trucha ahumada, quesos y foie-grass de Francia, encurtidos alemanes de toda clase, ensaladas de endivias y trufas auténticas. Ni hablar de la repostería. Confituras sutilmente almibaradas, sedosas mousses, budines acaramelados, esponjosos bizcochuelos inundados de dulces y cremas, perfumadas tartas de frutas, tentadoras masitas y bombones y refrescantes bombas heladas bañadas en chocolate, parecían responder a la inspiración de una sacerdotisa iluminada. Capítulo aparte para las bebidas, hasta el agua era importada. Además de champagne francés, la variedad de vinos era tal que fui incapaz de probarlos a todos (y lo mismo, al cabo de la ceremonia creo haber estado al borde de un coma alcohólico). Desde blancos en extremo secos hasta los que resumaban dulzura de frutas, desde jóvenes vinos rojos hasta tintos corpóreos, aquello fue lo más cercano a una orgía ideada por el mismo Baco.
Los allí reunidos tenían claro que no existían en el sitio conciencias para seducir o almas para conquistar. Y aunque las hubiera habido, todos estaban en otra cosa. He escuchado de boca de algunos ingenuos, que el gusto de los clérigos por el alcohol y la buena pitanza es sólo una calumnia malintencionada. Pues bien hermanos, yo estuve allí. Y en lo que respecta a los eclesiásticos que entonces tuve oportunidad de conocer, os puedo asegurar que no es ninguna calumnia. De modo que nadie perturbó en absoluto mi accionar. Sin necesidad de apelar a ninguno de los recaudos que había tomado después de tantos días de estudio, pude permanecer apostado a la mesa hasta que en el cine-iglesia solamente quedaban dos o tres invitados y los mozos. Fue entonces que me pareció imprudente continuar en el lugar y decidí marcharme con la honda satisfacción de la tarea cumplida. Casi en la salida, un grupo apuraba el último trago y fumaban los habanos que yo había preferido guardar en mi bolsillo, para consolar futuros tiempos en que pudieran volver las vacas flacas. No sé cómo lo habían logrado, pero los integrantes del grupo conservaban el mismo aspecto venerable que exhibían al principio del festín.
—Buenas noches —me despedí cortesmente y tratando de caminar derecho.
Respondieron a mi saludo casi al unísono. Uno recomendó: —sea puntual mañana, deseamos iniciar las sesiones no más allá de las siete.
Reprimí el deseo de responderle que me esperara sentado. Le dije: —aleluia, hermanos, aleluia.

Asado con cueros
Con muy pocos fiascos de por medio, continué mi periplo con muy buen suceso. Como toda empresa en crecimiento, llegó un momento en que fue preciso inyectar nuevos recursos. Así fue como me puse de novio con Lola.
Me la presentó un brigadier en la recepción de una embajada. El brigadier, un hombre muy afecto a los martinis, había estado departiendo conmigo durante más de una hora, muy interesado en la representación de una fábrica belga de municiones que estaría vacante muy pronto. Según le relaté, el directorio en Bélgica me había pedido que hiciera discretas indagatorias para recomendar un reemplazo, puesto que el actual representante sería trasladado ese año a Venezuela. Lola y yo congeniamos enseguida en aquella recepción. El único problema fue que ella comía y bebía con demasiada cordura, así que para ponerme a tono y no aparecer como un muerto de hambre a sus ojos, también debí moderar mi ingesta. Dichosamente, en determinado momento se excusó diciendo que debía atender un compromiso acordado de antemano. Se despidió con un beso sonoro en mi mejilla, subió con gracia por unas escalinatas de mármol y desapareció un buen rato, que yo aproveché para recuperar el tiempo perdido zambulléndome sobre las delicatessen que nutrían las generosas mesas diplomáticas.
—Muy buenos los martinis, ¿no cree usted lo mismo? —vino a interrumpir mi faena el fastidioso brigadier, al que sin embargo debo reconocerle su discreción por haberse apartado mientras estuve charlando con Lola.
Como tenía la boca llena, nada más pude asentir. Él prosiguió.
— ¿Le gustó Lola, no? Bueno, en mérito a esta incipiente amistad, cuando ella termine con el candidato que tiene arriba, voy a hablarle a ver si podemos obsequiarlo con una atención sin cargo.
Me atraganté, tosí, y unas cuantas migas salieron despedidas rumbo a la chaqueta del brigadier.
—Estimado amigo, no me diga que no se había dado cuenta, un hombre de mundo como usted. —con un tono en el que mezcló sorna y conmisceración.
—Naturalmente que me di cuenta —le respondí —sólo me ha sorprendido que usted esté al tanto.
—Por favor, ¿tengo cara de santo?
Riendo, le di unas palmadas en el hombro. Él hizo lo propio, aunque con tanta energía que me hizo trastabillar.
—Epa, ojalá las balas no sean tan flojas como el vendedor.
Era evidente que los martinis habían surtido efecto en el brigadier. Sin decir nada, festejé su pretendida ocurrencia. Cuando Lola regresó, vino directamente a rescatarme y nos retiramos de la embajada sin que fuera preciso que mediara el brigadier. Me sentí aliviado de no tener que seguir soportándolo, aunque lamenté no haber podido degustar unos coloridos bavaroise que traían los mozos en el momento que partíamos.
Lola no se preocupó en ocultarme su profesión, en el taxi me hizo un pormenorizado relato de sus actividades. Contrario a lo que suponía, no me propuso transacción comercial alguna sino que lo suyo bordeó una declaración de amor. Fuimos a su departamento y dormimos juntos esa noche. Al poco tiempo, me vi obligado a enterarla de que yo no era vendedor de proyectiles, que ni siquiera tenía profesión ni oficio alguno. También le confesé mi creciente especialización en coladas. Del estupor pasó a la incredulidad, de la incredulidad a la risa, de la risa...a la fascinación. Está mal que yo mismo lo diga pero, sin pecar de modesto, la tenía muerta conmigo. En la certeza de que aceptaría, propuse poner la sociedad en marcha y tuve así la oportunidad de asistir, en calidad de “el señor viene conmigo”, a un cúmulo de eventos de altísima categoría.
Uno de los que recuerdo con mayor predilección, es el asado con cuero en una estancia de Carmen de Areco, adonde unos matarifes exportadores llevaron a una veintena de empresarios europeos. Todo estaba planeado sin ninguna mezquindad. Por ejemplo, para trasladar a las promotoras colegas de Lola que habían sido previstas, fue necesario contratar dos ómnibus charter, pues eran tantas que no cabían en uno solo. Ni bien llegamos, unos disfrazados de gauchos nos recibieron y nos condujeron hasta un quincho, donde nos agasajaron con un aperitivo de empanadas fritas en grasa, choricitos, morcillas bombón, un vino tinto añejo que cosechó elogios generalizados y crujiente pan casero caliente, que una robusta paisana cocinaba en un horno de barro a la vista de los visitantes. Después siguió una caminata por un sendero de álamos, que incluyó una pasada “casual” delante de unas inmensas parrillas, donde medias vaquillas con cuero estaban asándose a fuego lento. Todos dijimos alguna pavada trillada respecto de la carne argentina. Tras la alameda se abría el casco de la estancia, una construcción colonial en una sola planta rodeada por una galería. Una mesa ancha en forma de L había sido tendida entre la residencia principal y la vivienda del casero, bajo un bosquecito de aromos al lado de una piscina. Fiel a mi costumbre de no ocupar lugares privilegiados, me senté alejado de las dos cabeceras, entre un alemán y un finlandés, lo cual me relevó de la obligación de sostener charla alguna, salvo una que otra frasecita suelta traída desde mi inglés de secundaria, que con cortesía ellos simularon entender. Los gauchos y las paisanas contribuían al decorado desde lejos, porque los que servían eran camareros vestidos con trajes de próceres de la Primera Junta. Enseguida arrancaron con chinchulines de cordero trenzados y riñones de ternera, una exquisitez que no alcancé a disfrutar todo lo que hubiera deseado, primero porque los gringos atacaron sin mostrarse cohibidos y segundo, porque en el afán de impactar, los concesionarios de la estancia no dieron mucho tiempo antes de mandar servir ubre y tripa gorda rellena. Ahí me fue mejor, estas achuras no parecieron ser del gusto de los invitados y la competencia decayó. El vino tinto era el mismo que el del aperitivo, me contrarió no tener la oportunidad de probar otro. Un blanco delicado, al que adopté para acompañar mi almuerzo pues casi todos habían preferido seguir con el tinto, compensó la desilusión. Luego, unas jugosas pamplonas de cerdo precedieron al platillo que aguardaba con más ansias, unas tiernas mollejas que mi paladar se dio tiempo a degustar, a esa altura del partido había ganado confianza y cuando uno de los sirvientes quiso apurarme poniéndome delante una bandeja con generosos trozos de vacío, le hice entender claramente que aún era tiempo de mollejas. A su debido momento, sin dar tregua a ningún corte, hinqué los dientes en las carnes propiamente dichas. Realmente fueron fenomenales. La contundencia del lomo, el entrecot, el vacío y el matambre, pero sobre todo el esplendor de unas tiras de asado cortadas anchas, me hicieron sentir con el cielo en la boca. Lamenté la ausencia de papas fritas, aunque justo es decir que los acompañamientos, una ensalada verde con siete clases diferentes de hojas y un puré campesino en el que habían mezclado echalotes y pedacitos de panceta rehogados, se merecían algo más que el papel de mera guarnición. Mi abuela decía que más tarde o más temprano, a cada uno le calza la horma de su zapato. Pues bien, esa vez me tocó, por culpa de haber devorado tantas costillas, apenas pude probar unos bocados de las principescas piernas de cordero que cerraron la parrillada. A la hora de los postres aún no había recuperado mi habitual capacidad de consumo; no obstante —como no soy de despreciar— di cuenta de una abundante porción de arroz con leche con orejones de duraznos y canela.
Después de la sobremesa, durante la que desapareció el contenido de un par de botellas de buen escocés, el programa proponía dos alternativas: cabalgata por el campo o siesta en las espaciosas habitaciones del establecimiento. Uno con facha de cónyuge fiel (que además había rechazado el whisky) fue a cabalgar, los demás y las chicas a dormir la siesta. A la hora de la merienda que se sirvió luego del entrenimiento que cada quien eligió, la pesadumbre en el rostro del jinete, transpirado y picoteado por los jejenes, contrastaba con la serena placidez de todos los demás, quienes tras la reparadora siesta, estaban en condiciones plenas para disfrutar el chocolate espeso que acompañó a pastelitos de batata y membrillo, alfajores de dulce de leche, tortas de azúcar negra y buñuelos bañados en almíbar de caña. En fin, se me están acabando los adjetivos para semejante bonanza.
Lo único malo de una jornada tan provechosa, fue que allí acabó mi noviazgo con Lola. Una de sus amigas —inadvertida en la mezcolanza de mi condición de colado— supuso que yo también era uno de los empresarios convocados y me brindó sus servicios con suma amabilidad. En el viaje de regreso, Lola se enteró y no hubo forma de que aceptara mi inocencia. Al menos se comportó con femeneidad, lagrimeó un poquito y nada más. Su amiga en cambio, me pegó unos cuantos carterazos en la cabeza. Lola no me perdonó nunca y, a pesar de múltiples intentos, no hubo manera de que su amiga aceptara ser mi nueva socia.

Con gente rara
No tengo nada contra los homosexuales, hasta sería capaz de invitar alguno a mi casa e incluso permitirle usar mis sanitarios. De todas maneras, de no haber sido porque el encuentro anual Libertad Gay se hacía en un hotel cinco estrellas al que hacía rato le tenía ganas, hubiera dejado pasar la oportunidad. El lugar era de tanta categoría que cuando me enteré del evento, me preguntaba cómo habían hecho para conseguirlo, teniendo en cuenta las consecuencias que podría causar en su reputación. Recién tuve la respuesta varios días después, al tomar conocimiento de las inclinaciones del dueño del hotel. Qué desgracia para alguien con tan buena posición.
El nuevo reto aparecía con muchas complicaciones. Ante las particularidades de esta fauna, mi bagaje de experiencia resultaba poco más que inservible. Como los afeminados son muy desconfiados, no me fue sencillo entremezclarme en el ambiente, así que no pude conocer mucho acerca de sus comportamientos en las fiestas. Sí supe que, para colmo, en la interna entre los maricones y los que no lo parecen, se habían suscitado varios episodios virulentos y los ánimos estaban caldeados.
Llegado el día no me atreví a vestirme de mujer. Aunque quizás hubiera sido lo más seguro, solamente me puse un poquito de rubor y rímel. Entré al hotel y preferí mezclarme primero entre algunos huéspedes en el lobby, para mirar desde allí cómo se presentaban los acontecimientos. Los que en ese momento compartían mi puesto de observación, se repartían entre los divertidos y los escandalizados, si bien las protestas de estos últimos eran más estentóreas que las risas de los primeros. El control de la entrada al ascensor que conducía al salón asignado para el encuentro, estaba a cargo de un travesti y un muchacho vestido normalmente, del que nadie hubiera pensado que sufría desviaciones tan tristes. En determinado momento, abandonó su puesto justo cuando llegaba un grupo estridente, y el travesti, entretenido como estaba en estamparles unos besos asquerosos, se descuidó y supe aprovechar la oportunidad para colarme. Me puse de espaldas contra uno de los espejos del ascensor, subí hasta el segundo piso con los maricas e ingresé al salón. Éste exhibía un magnífico decorado: cortinas de raso bordó, sillones tapizados con gobelinos, arañas de caireles, techo con molduras artísticas, piso de mármol y alfombras persas. Resultaba chocante ver a aquellos especímenes enseñoreados en un ambiente tan refinado. Una música atronadora y de pésimo gusto completaba el sacrilegio.
Hacia unos de los costados del salón, aparecía tendida una mesa comunitaria, confieso que muy sobria en relación a mis expectativas previas (había supuesto que encontraría cosas desagradables, algo así como arreglos frutales hechos con bananas y cocos). Superando la repulsa inicial (todos utilizaban el mismo cucharón), me serví de una ponchera de cristal un brebaje con gusto a mango y un dejo de alcohol hacia el final del trago. Debe haber sido algo más que un dejo, porque al cuarto vaso estaba mareado. Con el correr de los minutos y el alcohol (habrán tenido la desdicha de ser invertidos, pero admito que sabían preparar cócteles), me fui amoldando a la circunstancia. Después de todo, la música no era tan insoportable e inclusive debo reconocer que los tipos tenían su parte divertida. Lamento no recordar precisiones acerca de la comida para poder brindarles los detalles acostumbrados. Sucede que me dispersé bastante en la obligación de bailar un poco y hasta participar de los “trencitos” danzantes que a cada rato se generaban espontáneamente (comprendan, debí respetar la máxima “donde fueres, haz lo que vieres”). En fin, durante la reunión, como si las facciones enfrentadas hubieran acordado una tregua, todos olvidaron sus rencillas, se relajaron y disfrutaron en grande. Ocurrió todo lo que se imaginan y más. Naturalmente, tuve que integrarme para no despertar recelos entre gente tan perpicaz e intuitiva. Antes de que tejan conjeturas sin fundamento, debo declararles que soy hombre de firmes principios, pero entre dos principios excluyentes, privilegio aquel con el que tengo mayor compromiso. Y como he venido dando acabadas pruebas, yo estoy muy comprometido con mi estirpe de colado.

Encuentro inesperado
Nunca imaginé que el seminario de la Corriente del Niño señalaría un trascendente punto de inflexión en mi actividad. De antemano sólo se trataba de un acontecimiento más, casi sin dificultades para el acceso e inclusive modesto comparado con otros a los que había acudido. Su único atractivo estaba dado por los coffe-break. La consultora en medio ambiente que auspiciaba el seminario, quería impresionar a su potencial clientela y había contratado el servicio con la empresa de catering de una de las principales compañías de vuelos internacionales. La experiencia estaba resultando muy satisfactoria; justamente, mientras daba cuenta de un bizcochuelo relleno con mousse de chocolate, me estaba felicitando por haber soportado la última exposición acerca de los ciclones y los anticiclones, el sobrecalentamiento del planeta y el cambio climático. Abstraído como estaba en la degustación, la voz ronca que sonó a mis espaldas me tomó desprevenido.
—Lo vengo siguiendo desde el Congreso de Oncología, le digo una cosa viejo, esa vez usted me impresionó mal, una cosa es largarse a hablar de sarcomas entre verduleros y otra muy distinta entre cancerólogos. Usted tiene ingenio, pero debe aprender a ponerse límites, a ver si acá no se me pone a hablar de la capa de ozono.
Giré mi cabeza con lentitud para poder ver a quien me había hablado. Mis ojos se encontraron frente a un anciano de aspecto venerable. Él, sonrisa amplia, yo, mudo y paralizado.
El hombre acercó su rostro al mío y susurró: —disimule hombre, no sea torpe.
Me aparté sin alharaca y pude articular: —perdón señor, ¿nos conocemos?
—Yo lo conozco a usted, ya le dije antes, lo vengo estudiando desde hace tiempo —respondió sin dejar de sonreír.
—Disculpe, no sé de qué me habla —contesté atribulado.
—Sí que lo sabe, deje de hacerse el desentendido que no hace falta. Yo también soy un colado. —Y agregó: —desde mucho antes que usted.
Sin saber qué decir o hacer, dejé el plato con la torta sobre una mesita. Él capturó dos copas de champagne de la bandeja de un mozo que pasó a su lado y, pasándome una, dijo: —brindemos, tengo algo que proponerle.
Acepté la copa y, mecánicamente, la choqué con la de él y bebí un sorbo. Sentía la boca seca y me temblaba la mano.
—Por favor, no se ponga nervioso —prosiguió— mire, salgamos de aquí así se tranquiliza y me puede escuchar, le advierto que le conviene.
No sabía qué carajo hacer. En eso anunciaban el final de la pausa e invitaban a reingresar al auditorio donde se desarrollaba el seminario.
—Vamos a un bar, yo invito, la ocasión justifica apartarse de nuestras normas —dijo animándome a salir hacia la calle. Lo seguí. Caminamos en silencio rumbo a una cafetería en la esquina siguiente, de vez en cuando el anciano me miraba con expresión divertida. Al llegar, entramos, nos sentamos a mesa junto a una ventana y, sin consultarme, pidió dos cafés.
—Jorge Dalla Fontana —se presentó tendiéndome la mano. Se la apreté sin mucha convicción y respondí:
—Orlando Bongiovanni —dije recordando el nombre que había inventado en la ya lejana conferencia de los arquitectos, cuando dejé patitieso al arquitecto educado.
—No invente, tenga confianza en mí. —El hombre había logrado ejercer una fuerza poderosa sobre mí. Le di mi verdadero nombre y pregunté:
— ¿Cómo sabe tanto de mí?
—Se lo dije, lo vengo observando.
— ¿Por qué? ¿Para qué? —Me sentía más calmo y la curiosidad había reemplazado a la inquietud.
—Vea Pérez, yo ya soy un hombre mayor y no tengo ganas de seguir haciendo esto. Ya es tiempo de que me retire y consiga una buena jubilación. Con mi experiencia y su talento, podemos hacer grandes cosas.
— ¿Qué tiene en mente? —pregunté confundido.
—Muy sencillo, creo que de haber estado en tantas, ya podemos largarnos a organizar las nuestras —respondió Dalla Fontana abriendo los brazos.
— ¿Las nuestras? ¿Nuestras qué? —cada vez entendía menos.
—Hombre, me extraña, nuestras propias conferencias, seminarios, congresos, convenciones, etcétera, etcétera. Eso sí, la idea es mía. De modo que a mí me toca el setenta por ciento de las utilidades.
En ese momento pensé que el viejo estaba loco. Digerida la idea, cerramos trato en sesenta y cinco.

Del otro lado del mostrador
De tantas coladas, Jorge y yo habíamos cultivado unas cuantas relaciones, así que apelando a varios canjes resolvimos el problema de la inversión necesaria para dar los pasos iniciales. Por otro lado, no fuimos demasiado ambiciosos al principio y comenzamos ofreciendo nuestros servicios de Organización de Eventos Dalla Fontana-Pérez a núcleos pequeños, los que si bien no redituaron grandes ganancias, contribuyeron a enriquecer nuestro currículum y a difundirnos. El primer espaldarazo lo conseguimos con las conferencias en que cobrábamos inscripción, en estos duros tiempos siempre se encuentra a un desocupado especialista en algo, presto a dar una exposición a cambio de unos pocos billetes. No obstante, a efectos de ensanchar el negocio ahorrando los honorarios de los disertantes, después de algunos meses nos atrevimos a dictar nuestros propios cursos breves, los primeros acerca de temáticas que conocíamos acabadamente (“Comidas y bebidas para las celebraciones”, “Gastar poco y lucir mucho”, “Siete formas elegantes de controlar el ingreso de invitados”, “Los gustos de cada profesión” y otras por el estilo). Por supuesto que teníamos la precaución de hablar mucho para llenar el tiempo, aunque sin llegar a revelar nuestros más valiosos secretos. Más adelante me animé con cuestiones ajenas a nuestra experiencia específica, ya que los clientes resultaban mucho más rentables. Tuve que lidiar mucho para vencer la reticencia de Jorge, hasta que al fin lo convencí de que un orador hábil es capaz de hacer un discurso sabiéndose solamente veinte palabras relacionadas con el tema. Admito que algunas dificultades se presentaron (nunca falta un buey corneta que se ensaña en profundizar acerca de lo que uno no entiende ni jota), aunque siempre fueron salvadas con un recurso infalible: decir que el tiempo apremiaba y anunciar el receso informando que durante el mismo sería servido un refrigerio.
Desde luego que no faltaron las celebraciones festivas para público de toda naturaleza. Haciendo un balance, uno de nuestros mayores aciertos fue haber tenido la visión de incluir perfiles de consumidores que tal vez nunca antes estuvieron bien atendidos, sólo por mencionar algunos, jamás tuvimos inconvenientes en prestar un esmerado servicio a narcotraficantes, meretrices e inclusive comisarios. En base a nuestro vasto recorrido, pudimos construir un archivo con una enorme cantidad de empresas, colegiaturas, sindicatos, entes, organismos gubernamentales y demás asociaciones, oficiales o extraoficiales, de hecho o de derecho, legales o no, con los datos de todas sus fechas trascendentes. Así fue como hasta hubo casos en los que debimos inducir a los interesados a que organizaran un festejo, es increíble cómo algunos directivos suelen olvidar el advenimiento de las fechas más caras en la historia de su institución. Incluso cuando fue preciso, no dudamos en crear una historia. Guardo con especial cariño, la foto del homenaje a la viuda de Cayetano Godoy, en el día que Cayetano hubiese cumplido sus cien años. Según supimos hacer atestiguar a una banda de veteranos que recolectamos en el boliche donde paraba mi socio, el hombre había sido un empedernido luchador por los derechos de los vendedores de papa, cebolla y ajo. El papel de la viuda en cuestión lo jugó una vieja loquísima, antigua amiga de Jorge, que se prestó gustosa a la farsa. En realidad no es justo que la llame farsa, puedo asegurarles que los paperos quedaron contentísimos con la fiesta y con su hasta entonces desconocido prócer.
Transcurridos unos pocos años, las ganancias habían sido tantas que Jorge podía vanagloriarse de haber logrado bastante más que una jubilación y yo, aún con mi humilde treinta y cinco por ciento, tampoco tenía motivos de queja. Otro factor de tranquilidad, presente desde los albores de la sociedad, era que convivíamos en armonía y confianza gracias al habernos reconocido del mismo linaje. Por otro lado, nos profesábamos mucho respeto y hasta admiración. Nos pasábamos horas contándonos las peripecias por las que cada uno había pasado en la aventura de filtrarse sin estar invitado. Aunque Jorge no era de alardear, comprobé que su anecdotario era mucho más rico que el mío, no solamente porque sus andanzas llevaban casi tres décadas, sino también por la variedad de lugares, circunstancias y personajes con los que le había tocado enfrentarse. Además, mis aportes se reducían porque en dos de cada tres coladas mías, él también había estado, resultó ser cierto que venía siguiéndome. Así que debí armarme de paciencia y prestar oídos a todas sus críticas de experto en táctica y estrategia, si bien a menudo concluía sus admoniciones repitiendo (quizás para que no me sintiera herido) “igual usted tiene mucho talento, igual usted tiene mucho talento”. En la de los funebreros no había estado y me la hizo contar infinidad de veces, en cada una se reía con más fuerza. Lo único que no me perdonaba era que haya usado a Lola, “esas veces no las cuente porque son con trampa, no valen”, me recriminaba. Aquel viejito entrañable terminó por ganarse mi afecto.
Los dos nos lamentábamos con frecuencia por no tener tiempo para despuntar el vicio. “De este lado del mostrador no pasa naranja”, me decía Jorge cada dos por tres. Un día, mientras estábamos planeando un evento para los canillitas de Lomas de Zamora, me dijo:
—Pérez, estoy aburrido, ¿no tiene ganas de acompañarme a que me saque un gusto? —sus ojos irradiaban un brillo juvenil.
— ¿En que está pensando? —le pregunté con resquemor.
—Vea, mañana es 9 de Julio, el día de la Independencia. —la cara de Jorge resplandecía.
—Ajá, ¿y? —le inquirí imaginando lo que se venía.
— ¿No sabe que después del tedeum se hace el almuerzo para todas las fuerzas vivas?
Estuvo bueno colarse en la Casa de Gobierno y que el presidente nos diera la mano. La macana que Jorge se emocionó demasiado y el 10 de Julio se murió de un infarto.

Epílogo
Los fastuosos funerales que le organicé fueron un fracaso, no fue casi nadie. El día posterior al sepelio, se apersonó un tipo al que conocía de cuando organizamos la cena de fin de año del Colegio de Escribanos y me presentó un testamento en el que Jorge me legaba su parte de la empresa. Seguí adelante y, aunque el emprendimiento continúa viento en popa, nada es igual sin él. Como alguna vez lo habrá hecho Jorge, yo también traté de hallar a mi Pérez. No he tenido éxito hasta ahora. Ayer, mientras supervisaba el servicio en uno de los intermedios de la XI Asamblea Anual de Informática y Robótica, tuve una efímera ilusión. Junto a una de las computadoras exhibidas en el hall, simulando estar interesado en el monitor del aparato, un hombrecito comía y bebía a más no poder. Di un rodeo y me acerqué para observarlo sin que me viera. Su impericia me apenó y tuve la necesidad de aconsejarlo.
—No te atosigués, tenés que dar la sensación que sólo comés para no desairar a los organizadores.
El hombrecito viró en redondo y me clavó una mirada de pánico. Mi sorpresa fue mayúscula, es más, de no haber adoptado la actitud aterrorizada de los que son pescados in-fraganti, probablemente hubiera pensado que su presencia obedecía a una invitación genuina. Los años habían modificado sus rasgos impúberes, pero no le habían cambiado su estúpida expresión. Ahí estaba, Gabriel García Perezutti, el pequeño arquitecto, colado en una de mis reuniones. Creo que no me reconoció, su pavura le hizo tartamudear excusas.
Puse una mano sobre su hombro derecho y le dije:
—Quedate y disfrutá, no te preocupés, mirá, la realidad es que todos estamos de colados, lo que pasa es que éstos, lo que pasa es que nadie, se ha dado cuenta.
El pequeño arquitecto me miró sin entender, dio media vuelta y se perdió camino a la salida.